LA CASA DEL TÍO LULE
¿Y
yo, por qué no me mato? !Yo ya debo estar muerto¡¡Yo ya debo estar allá en el
sagrado limbo, gozando de tranquilidad
plena, de apacible sosiego y de eterno
descanso¡. Yo con tantas desgracias, tantas desventuras y tantos infortunios ya
estuviera muerto; quizás,
bajo las criminales llantas asesinas de algún vehículo, o en la sala de mi casa
con el cuello ajustado y sujeto a una soga; o tal vez muerto, después de haber
ingerido un delicioso y mortal veneno; o haberme arrojado a las aguas
turbulentas de los ríos . ¡Ya es demasiado, más de treinta años de desdichas y
fatalidades, pero en cualquier momento
lo realizo. ¡Ya no soporto!―se
decía tantas veces el tío Lule , con el corazón atribulado y lleno de
tormento.
En
el mudo silencio de las oscuras noches sus negros pensamientos se diseminaban
por todo el espacio de su masa gris, como pájaros asustados que vuelan al azar de
sus nidos maternos. Horas tras horas pasaba rumiando sus inicuos proyectos. Las
causas de su suicidio serían: la desgracia, la miseria y las desventuras que
pululan a su familia día a
día; tal si fueran siniestros huracanes que desbastan todo lo
que a su paso encuentran. Esos furiosos
torbellinos del infortunio desjuiciaron para siempre a sus tres hijos, accidentaron a su esposa y
al tío Lule continúan fustigándolo sin compasión.
Estas
fatídicas decisiones y macabros propósitos ya los viene maquinando desde hacía
un buen tiempo atrás; sobre todo, cada vez que las desdichas y
tragedias azotan a su humilde hogar. Pero detrás de él, siempre estaba alguien
para hacerlo disuadir. Desde las primeras desgracias que le sobrevinieron allá
en su tierra natal de Los Álamos en las
noches de lluvia quería salir corriendo a entregar su vida a las salvajes aguas
de la quebrada grande. Él sabía que
después que el aguacero atenuaba su
feroz rugido afuera en el patio, las aguas bajaban embravecidas; y ellas, lo llevarían envuelto
en su rudo caudal hasta desembocar
en el torrentoso río Huaylulo,
donde encontraría un regio y suntuoso sepulcro para su cuerpo y
paz perpetua para su alma. Las aguas de ese río en varias partes de su
recorrido se escondían entre oscuras
rocas, y tenebrosas cataratas. Por allí
bajaban saltando y haciendo profundos remolinos, lugar propicio donde le
hubieran dado la felicidad plena a sus martirios, congojas y tormentos; y
curado para siempre las heridas de su sufrimiento.
Él tío Lule nunca deja de preguntarse:“¿Por
qué a mí me persigue la desgracia y la
miseria como si fueran dos fieras voraces que caminan por dónde voy? Yo no sé,
¿qué maldad he cometido contra mi prójimo?, ¿qué sacramento he violado?, ¿qué
mandamiento he vituperado?, ¿qué acto de bienaventuranza he quebrantado para
que Dios se haya ensañado así conmigo? Si
los evangélicos cada vez que me visitaban me predicaban que Dios no es
malo con nadie, que Él cuida y protege a cada uno de sus hijos que hacen su
voluntad; y que el causante de toda desdicha y desventura que a la humanidad le acontece, es Lucifer.
Entonces, por qué a mí me abandona, por qué ha permitido que Satanás me cause
tanto daño y tanta desdicha; si yo en mis actos de conciencia no encuentro
ninguna acción perversa, ninguna iniquidad que haya cometido en contra mis semejantes,
ni he blasfemado nada hasta la fecha contra el Creador.
¿Qué
desobediencia he cometido…? Bueno, quizás a Job, el personaje bíblico, le ocurrió tantas desgracias e infortunios;
porque Dios le dio permiso a Lucifer para que le causara esos funestos
perjuicios contra sus haciendas, sus ganados y su salud. Le permitió eso, para probar
su fe. Si pues, eso pudo ocurrir con él;
pero conmigo, porqué. ¿Qué pecado mortal o delito criminal he perpetrado contra
Él. No. Nada, no encuentro nada en mis recuerdos”-
son las interrogantes que siempre se hace, conturbado de todo lo extraño que le
ocurre.
Continuando
con sus extensos soliloquios –se decía:
-“Ahora
sí, quizás con razón, porque mis
críticas y mis descontentos sean motivos de blasfemia, profanación y perjuro en contra de su
Santidad. De considerarse así, le pido
perdón. Aunque tengo muchas razones para hacerlo, y cualquier ser humano que atraviese una similar situación a la mía,
profanaría y expresaría imprecaciones y execraciones.
Todos
me decían que me aferre a Dios, que ore
diariamente, que le pida perdón de todas mis culpas. Yo así lo hago,
semana tras semana, día tras día y aún hora tras hora poniéndome de hinojos y
mostrándome temeroso de su santo poder; y, a pesar que mi pensamiento siempre está
en Él, Él no me escucha. Por el
contrario, más y más peripecias me sobrevienen. Bueno, no sé… qué cosa quiere
hacer Dios conmigo, quizás querrá
que mi vecindad que tiene el corazón tan
duro al arrepentimiento, que viven en fiestas, jaranas, en gula, lujuria, adulterio, droga y alcohol tengan temor,
espanto y pavor de su poder, y con el ejemplo de mi sufrimiento todos
abracen su doctrina, y sean hacedores de su palabra .Pero, aquí en
la ciudad cada uno vive su vida, a los vecinos no les interesa sus problemas de
los demás, por último ni nos conocemos
ni nos saludamos…
Bueno,
yo soy consciente de que no congrego a su iglesia, pero sé distinguir muy bien,
cuándo debo obrar en favor del prójimo y cuándo no. Sin embargo, sigo creyendo en ÉL con toda mi
fe”– se decía abstraído y cavilante el tío Lule.
Muchos vecinos y familiares le decían que
su desgracia no era castigo de Dios, sino de un hechizo; y de eso le atribuían,
a don Lizandro S. como principal sospechoso. Él no le daba tanta fe a ello,
pero de ese señor, todos los que lo conocían decían que era muy creenciero en
los esoterismos. Eso afirmaban los que lo han escuchado llorar a las dos
calaveras que tenía en su casa, sobre todo en las noches cuando se, encontraban
solas. El tío Lule, hasta hoy no acepta, que el motivo de su odio y su venganza
que ha desatado contra él, sea por el escarmiento que le dio para que
aprendiera a respetar la propiedad ajena y el derecho inalienable de los demás.
No cree que su rencor persista por tantos
años… Él siempre se ha mantenido escéptico.
Es
cierto que él lo había pegado por
abusivo y prepotente. Don Lizandro tenía dos defectos: dañar los linderos de
sus vecinos y hacer perjuicio con sus ganados en las chacras de sus
colindantes. Ese señor tenía la cachaza
de amarrar sus animales en los hitos
añadiéndole dos sogas con el fin de causar el mayor daño posible; y cuando iban
a reclamarle por los daños causados, los insultaba con toda palabra soez que
llegaba a su boca. Y si de linderos se
trataba, los amenazaba con demandarlos
en el Tribunal Agrario o en el Juez de Tierras, aduciendo que poseía las
hijuelas que describían los linderos
primigenios a su favor: por eso es que se extendía hasta donde él quería. Y cuando
lo demandaban los intimidaba con reventarles el ojo con sus artes pitonizos,
igual como había hecho con don Santos Rosales, o hincharles el estómago como
zapallos con sus brujerías. De tal manera que a todos sus colindantes, los tenía atemorizados y pusilánimes con sus amenazas.
Pero
eso no ocurrió con él; con él encontró la horma de su zapato. Pues, el tío Lule no le iba a permitir que
todo el tiempo haga igual como hacía con los demás. A él lo respetaba, desde esa vez que le dio
una golpiza cuando lo encontró plantando pencas como nuevos hitos dentro de su terreno y tapando
la acequia que era el verdadero lindero, el
que testimoniaba en las
escrituras de compraventa, que aguas abajo por el lado Oeste colindaban con él.
En
esa oportunidad lo
masacró. Lo cayó al piso sobre las piedras que había llenado dentro del canal, le tiró golpes hasta
sacarle sangre y llenarle de moretones las espaldas. Por eso lo demandó. Y como
las autoridades no dieron el veredicto a
su favor, lo amenazó que iba hacerse justicia con sus hechicerías. Eso
le había dicho a varios vecinos para que le
digan, pero como el tío Lule no creía en ello, le he dado poca
importancia.
Pero a
veces coincidía y le hacía dudar de su fe. Hay algo de lo cual se sentía
escéptico e incrédulo. Una noche cuando regresaba con mis hijos de comprar café
en pergamino de la casa de mi primo Irene, dejaron los trastos debajo del
camino grande y sobre ellos una prenda de vestir, mientras fueron a mudar a las
acémilas, y cuando regresaron su chompa nueva había desaparecido. La buscaron
por todas partes y no la encontraron, aun regresaron hasta el domicilio de su
primo pensando que allí se habían
olvidado, pero no la hallaron. La noche
estaba tenue, las nubes se veían
grises porque eran traspasadas por los pálidos rayos plateados de la madre
luna, y por la lumbre sutil de algunas
estrellas ancianas que chisporroteaban la delicada oscuridad. Jamás pensó y ni creerá que don
Lizandro S., a esa hora haya estado por
allí esperando para robarle la chompa, que lo necesitaba para hacerle el
hechizo…Ni si quiera el caballo que tenía un olfato extraordinario dio un
relincho, como en otras ocasiones lo hacía cuando sentía cosas extrañas, para
alertarles que alguien estaba por allí. No. No. Jamás” -se decía en sus
recuerdos, el tío Lule.
Dicen que su primo de don Lizandro S., el
que lo acompañó a la casa del brujo para traer la medicina que curaría a su esposa Aguedita que siempre
vivía achacosa, vio que mandó hacer la hechicería. Él confirmaba eso porque don
Lizandro S. en la casa del curandero
sacó una chompa gris nueva para que le hicieran una mesada de brujería. Su
primo que fue con él, pensó que el daño era para su{ suegro que no había cuándo
se muera, de quien esperaba una cuantiosa herencia de terrenos, bienes muebles
y semovientes; porque la envidia lo mortificaba día y noche que el padre de su
esposa estaba donando a una sobrina una parte de sus bienes muebles e
inmuebles, en vez de darle a su hija, que era la heredera directa. Le cedía a ella solamente porque le atendía
en sus quehaceres domésticos y sus necesidades primordiales. Don Lizandro para evitar
que toda la herencia la repartiera entre sus
sobrinas, planeó darle un efectivo y mortal brebaje que lo dejara difunto.
Eso fue cierto. El hechizo le dio la
misma hija. La tarde anterior a su
muerte, le trajo preparado en una comida que siempre le apetecía. El viejito no
acostumbraba comer lo que su hija le
traía, por presuntas suspicacias. Para disimular que no la despreciaba, le ordenaba
que la guardara en su armario para
comerla más tarde, bien la hora del
almuerzo o de la cena; muchas veces le
daba a su perro. Pero esa vez la comió.
Los hijos de su sobrina, los
que siempre iban a hacerle compañía por las noches, informaron
que don Tiburcio amaneció tomando agua toda la noche. Incluso al día siguiente
cuando fueron a mudar el ganado, al pasar por cada quebrada o arroyo se
agachaba a beber para calmar su sed. Finalmente ya cerca a su casa, en un pozo
de la quebrada chica que apenas cubría su rostro, le venció el cuerpo y allí
falleció…
Ciertamente,
esa vez la visita al brujo no fue en vano, logró sus objetivos: hechizar al tío
Lule y mandar hacer el brebaje para don
Tiburcio, su suegro.
A partir de esa fecha don Lizandro S.
a cualquiera que a él le ganaba un pleito o demanda, lo amenazaba
con brujearlo. “¡Pero, tanto habrá sido su venganza para conmigo¡ ¡No creo,
no creo¡”― Se decía muy pensativo e
incrédulo el tío Lule.
Él más pensaba que el motivo de
tanta calamidad y desgracia que le flagelaba, se debía a la actitud franca,
orgullosa y delicada de su mujer, doña Leonor, de quien muchos confundían esa
su peculiar forma de ser, diciendo que
tenía mal carácter. Confirmaban esto porque se ponía impulsiva e intolerante
con sus hijos que no le rendían obediencia al momento que ella los
solicitaba. Y para reprenderlos o
castigarlos despotricaba contra quien sea, y sin reparar la presencia de algún
huésped, o familiar. Más aún si tenía algún
rencor con ellos aprovechaba la ocasión
para enviarles expresiones
indirectas o echarlos de su casa… Pero, con frecuencia actuaba de
manera directa, no usaba eufemismos ni metáforas para decirles sus verdades
o sus adversos pareceres, a quién quería decirle.
Esa
vez lo había hecho con el ancianito Manuel Jesús, más conocido como Manuel Jeshu, quien iba siempre a las casas a partir leña, para
ganarse la comida, una ropita usada o
unas pastillas para curar la herida de su pie que nunca quería sanarse. Años
andaba con esa llaga que de cada un tiempo se le inflamaba y se le hinchaba
toda la canilla. Pues, como no tenía familiares vivía de la misericordia de la
vecindad, en algunos vecinos se quedaba a vivir dos, tres, cuatro meses y luego
se iba a otros. Así vivía de casa en
casa.
Por esa época había ido a vivir con ellos, y doña Leonor con la franqueza de decirle a la gente
sus verdades, de criticarles por cualquier imperfección o
comportamientos impertinentes, y con sus melindres de muy aseada lo arrojó de su casa. Después, cuando murió
botado en la choza que el tío Lule le hizo, se arrepentía. El ancianito se había ido arrastrándose con la pierna
hinchada, llevando en el hombro su cubrecama, su ponchito y su alforja en la
que guardaba algunas prendas de vestir que la gente le regalaba,
hasta debajo de una frondosa plantación de café
donde se había cobijado para
dormir. En la tarde cuando llegó del trabajo el tío Lule y preguntó por
él, ella le contestó con tono soberbio y aún muy molesta todavía,
que no sabía a dónde había ido ese viejo cochino y asqueroso; a quien
tú lo has traído sin medir las consecuencias de contagiar a nuestros hijos con
su lepra. Y si ya se ha ido, que se
largue y nunca más vuelva. Para misericordia suficiente, ya lo he atendido dos
semanas―respondió tajante y con acento de enojo, como para que no le
recriminara nada.
Quizás
tenía mucha razón, eso que sea delicada para la higiene es una virtud y aún
debe ser una cualidad de todas las mujeres; y no solamente de ellas si no de toda la gente. Pues como ella decía:
“una persona puede ser pobre, pero no
cochina”. Aunque doña Leonor era en
exceso, para comer no recibía de nadie, siempre que los alimentos no fueran
preparados en su misma casa, cuando visitaba a
un familiar o vecino y estos lo llamaban a comer, ella nunca los
aceptaba, pretextaba cualquier motivo para no recibirlos y por más que le
insistían no los apreciaba, con la comida servida les dejaba; era tan especial
que aún a sus hermanas les rechazaba.
El
tío Lule siempre le reprendía que no se
comportara así, para evitar que toda la gente del lugar se tomara un mal
concepto de ella, considerándola de soberbia y orgullosa. Él quería que ella
fuera más sobria en sus modales y
sencilla con los pobres y nunca
despreciarles su comida y sus
atenciones, “Dios nos puede castigar por eso, y en nuestra mesa cualquier
día puede faltar el alimento, eso no se hace con nadie,
porque el desaire duele y humilla”- le decía, como quien le hacía reflexionar-.
Ella contestaba que no podía comer en ninguna casa porque sentía asco y los alimentos que le
invitaban le provocaban vómitos, ya que
suponía, que quienes la habían preparado
no se aseaban bien las manos y los
utensilios en los que les servían el alimento, los tenían mal lavados.
.
El tío Lule no podía cambiarle ese comportamiento, incluso, cuando la llevaba a
las fiestas o de paseo a los pueblos, se
quedaba allí dos, tres días por alguna circunstancia de su negocio, durante su
estadía en esos lugares la llevaba a los
restaurantes, ella no aceptaba, así sin comer regresaba a su casa, solamente agua tomaba… En su hogar era una mujer extremadamente aseada, sus
platos, sus cucharas y sus tazas los esterilizaba por espacio de una hora
hirviéndolos en un perol, igual hacía con las sábanas y las colchas; eso hacía
estrictamente todas las semanas. Para
dormir tampoco se quedaba en nadie, cuando las noches eran densas o el frío era
intenso prefería amanecer sentada envuelta con su chal y no se metía a la cama
de nadie, argumentando que las camas
olían a cuy, a oveja, o a humo…Era una asepsiómana - bendito sea Dios- No había
nadie en el mundo tan celosa del
orden y de la higiene como ella…Hoy con
su invalidez y la enfermedad de sus hijos vive sepultada dentro de la
inmundicia…
El tío Lule al saber que su huésped se había ido, inmediatamente fue a buscarlo por el campo pensando
encontrarlo ´por allí, antes que hubiera ido a la casa de otro vecino; cierto,
después de recorrer por las chacras de cañas y de plátanos; lo encontró
quejándose y llorando debajo del cafetal. Lo invitó a retornar a la casa, pero
él se negó, aduciendo que nunca regresaría por el maltrato que había recibido
de parte de la señora Leonor. Diciendo que todos los días cuando él no estaba, le
mandaba indirectas haciéndole oír con
sus hijos, y la comida le enviaba al chiquero junto con los animales.
La chocita la construyó en el mismo lugar
donde lo encontró, a donde le llevó unos pullos para su camastro. Hasta allí le
llevaba la comida diariamente. A los pocos días que permanecía en ese lugar la
infección de su pierna se generalizó por todo su cuerpo. Le daba fiebres altas
y resfríos, bochornos y delirios. Sus quejidos se escuchaban hasta el camino
grande, tanto así que llamaba la atención
de algunos transeúntes, al extremo de
interrumpir su rumbo para meterse a la chacra para ver quién era. En esa
condición pasó varios días moribundo y
agonizante. Dos días antes de su muerte observó que de su herida salía un innumerable ejército de gusanos que se perdían entre las
malezas y se arrumaban en el hueco de un hormiguero. Al segundo día de estar
así, falleció. Los gusanos continuaban saliendo por colonias completas y en número incalculable. Todo su cuerpo
tenía un olor sumamente pestilente, que no se podía resistir ni tapándose las
narices! Hufff! ¡Huufff! ¡Huuffff!
Casi cuatro semanas había pernoctado en
la chocita soportando la intensa lluvia que intentaba humedecer su camastro, si
no hubiera sido por el tío Lule que le
hizo una acequia en tres lados del perímetro, se hubiera inundado. Manuel Jeshu
desde allí observaba por las tardes, que mientras el aguacero granizaba los
rayos sonaban estruendosamente, y por las noches los relámpagos alumbraban de manera intermitente.
Por las mañanas desde esa loma del cafetal veía ascender a la neblina como
un extenso manto gris hasta
la cima de las cordilleras.
Algunos días esta se extendía por toda
la basta jurisdicción, dejando encapotado todo el cielo, de tal manera que para
mirar el paisaje, nada se veía. Cuando
terminó este fenómeno, el sol empezaba a brillar desde muy temprano por el
oriente, las nubes que tapaban y destapaban el cielo se iban arrinconando por el occidente. Al medio día el sol lanzaba su fuego ardiente sobre las
pampas y las laderas hasta lo más hondo de las quebradas; y por
tardes, rompiendo las sombras de los cafetales ingresaba hasta la mitad de la choza de
Manuel Jeshu…
Ya difunto lo trasladaron a su casa para
ofrecerle sus cristianos funerales. Mientras le conseguirán su caja mortuoria
los gusanos seguían saliendo. Unos tras otros caminaban por el extremo de la
pared, luego por el corredor hasta llegar hacia las malezas. Y cuando ya
le colocaron el féretro por el resquicio de la tapa continuaban saliendo,
bajaban por las patas de la mesa y seguían la senda de los demás. El día de su
sepelio, como muchos de los mendigos que
en vida son abandonados y en la muerte glorificados, los lugareños del caserío
vecino que pertenecían a la Hermandad del Señor del Gran Poder y devotos de los
pobres y menesterosos enviaron muchos presentes y donaron un nicho.
Algunos de los concurrentes a los actos fúnebres opinaron que lo enterraran en
sepultura para evitar que los gusanos continuaran saliendo, pero la mayoría no hizo caso. Por el
contrario, argumentaron que la tumba
bien sellada y tarrajeada con cemento, no tendrían por donde salir. Sin
embargo, no fue así. Al cuarto día de
realizadas las exequias don Agustín Zuloeta
demandó a la Hermandad y al tío Lule, para que retiraran al difunto de
allí, y
lo llevaran a enterrarlo en una sepultura la más profunda que fuera;
porque los gusanos seguían saliendo.
Habían roto el nicho y llegaban rodando hasta su terreno y el olor fétido de la
pestilente supuración contaminaba toda
la comarca; de tal manera que era insoportable, nadie podía vivir por allí. A
tanta insistencia de don Agustín se fueron a verlo. Realmente lo encontraron
filtrando por la esquina del nicho una sangre oscura y grasienta que se
escurría hacia el piso y se iba camino de la cruz grande, hacia abajo a una Ciénega. Y los gusanos habían agarrado otro camino,
que se desplazaban en extensos ejércitos
hasta el jardín de rosas y geranios que estaba frente a la casa del
demandante. Hasta allí llegaban batallones interminables de gusanos… La gente
decía que le vino ese castigo a don Agustín Zuloeta, porque cuando se fue
al velorio, criticó mucho del finado, no dio su colaboración, ni quiso cargarlo
en el recorrido del cortejo hacia el cementerio, por el mucho asco y
repugnancia que sentía hacia el difunto.
Intentaron
sellarlo el sepulcro varias veces con el albañil pero aún continuaban saliendo.
De allí no sé qué más ocurriría,
seguramente los gusanos ya habrán terminado de salir, o aún seguirán….
“Pues así, como en el principio, en el génesis del mundo, por
la mujer vino el pecado original a la
humanidad; a mí, por ella me vino la
desgracia. Mi esposa debió hacer esa obra de misericordia que Manuel Jesús
necesitaba. Esos actos piedad se deben hacer sin mirar a quien, como el refrán dice: haz bien y no mires a
quien. Ella sin medir consecuencias
hirió el sentimiento del pobre mendicante que tan triste y despreciado
se fue de la casa. Por no controlar sus expresiones y emociones, como dicen, que la palabra mal hablada es más mortal que la espada afilada, y eso es
lo que pasó con ella. Yo creo que por eso Dios se resintió con nosotros y nos
envió todo su castigo, su iniquidad y sus imprecaciones” –se decía siempre el
tío Lule culpando a su esposa de sus desgracias, porque él sabía que hacer
misericordia a la gente era una costumbre en el lugar y una enseñanza que los
padres daban a sus hijos y estos deberían trasmitirlo de igual forma a las
nuevas generaciones
El tío Lorenzo recordaba de los cuentos y
leyendas que contaba la difunta Juanita Ramírez cuando iba a acompañarles en
las noches que procesaban artesanalmente la chancaca. De esos trajo a su memoria el cuento de un gran señor que negó su ayuda
a un mendigo. Ese gran hombre que poseía todo, pero no acostumbraba hacer obras de misericordia con nadie: dar de comer
al hambriento y dar de beber al
sediento, vestir al desnudo, visitar a los enfermos…No cumplía con esas obras
de filantropía porque la fatuidad y la petulancia
de su alta investidura hacían crecer su
orgullo hasta excelso grado, y su
repudio y animadversión que sentía hacia
los indigentes, era extremo.
Cierta
vez un hombrecito de cuerpo enjuto, de
aspecto detestable y vestido de harapos llegó a la casa de ese hombre
que vivía suntuosamente con su familia, y que nunca acostumbraba ser generoso
con el prójimo. Este indigente personaje
llegó pidiendo que le regalara comida y agua para beber. El mendigo le
suplicó que le favoreciera, sin embargo
él se negó y con palabras ultrajantes lo despidió. Nunca pensó de quien se
trataba. Ese anciano menesteroso después de salir de la vivienda donde lo despreciaron, por la tarde se dirigió a la
casa de una señora de tan precaria situación y de modesto vivir para pedirle
posada.
Cuando
el hijito de la señora se había ido a recoger agua de un pequeño manantial que
se ubicaba cuesta abajo de su domicilio, vio venir a un ancianito por la curva
del camino, y el único destino hacia donde arribaría, era su humilde morada. Entonces, en ese momento fue corriendo a dar
la noticia a la mamá del huésped que venía. Mientras salieron a verlo, el
ancianito ya estaba llegando. El niño no
podía creer, lo tanto que
había avanzado en caminar, si la distancia entre la curva y su vivienda
no era tan cerca, en su mente se quedó martillando la pregunta, cómo había
caminado tan rápido… Era increíble. Bueno, ya estaba allí. Era un hombre
octogenario y andrajoso, estaba con la
camisa y los pantalones lleno de
remiendos. Tenía la barba blanca y desarrapada, la frente medio calva, el pelo cano y su
aspecto amical y asequible.
Traía
en el hombro una alforja de colores muy usadita. Le hicieron descansar
afuera en el banco, mientras preparaban
algo para darle de comer. Como era costumbre en
ellos y en todas las familias
modestas invitar a todo huésped, una comida aunque a lo pobre,
la señora se dispuso a cocinar, a pesar de que también vivía de la caridad de
los vecinos. Por esos días no tenía nada
en su dispensa, lo único que resolvió en
esos momentos, fue cocer el maíz que
tenía guardado para semilla. Eso
lo preparó junto con dos huevos que lo
jaló del nido de su gallina. El maíz que
estaba destinado para sembrarlo se encontraba
en una ollita de arcilla en un
rincón de su terrado, era la cantidad
justa y medida para su chacra. Una parte
de ella la cocinó, y después que dio tres hervores la sirvió a la mesa
acompañado de un huevo pasado y una taza de agua de hierbaluisa, luego lo
llamaron para cenar.
Por el gesto de compartir con los pobres
el ancianito agradeció profundamente con incontables dioselopagues. Luego le
acondicionaron una cama para que
descanse, pero él no aceptó, prefirió dormir en el corredor. Insistieron tanto,
ni aun así lo persuadieron. Afuera en el banco le arrumaron frazadas para
protegerlo del frío. A la mañana siguiente cuando se levantaron, el anciano ya
se había ido.
Al poco tiempo llegó la época de siembra de
maíz. La señora mandó a preparar un día de yunta en su terreno. El día que se
realizó la siembra, la semilla sobró.
Para que no se malversara, mandó arar
otra parcelita contigua, aun así sobró
un puñado. Esto si fue un milagro
sin explicación.
Por esa época vino una sequía que azotó y
asoló a los sembríos de las comarcas aledañas. Todas las chacras que ya estaban por deshierbo empezaron a
marchitarse y fenecer. Daba pena ver cómo las plantitas que por las noches bebían felices algunas
dulces gotitas de rocío, amanecían con sus hojitas abiertas y lozanas,
pero al medio día con la intensidad luminosa de los rayos
solares se agostaban hasta chamuscarse.
El cielo desde que amanecía hasta que anochecía estaba azul, bruñido y terso.
Las nubes se habían ausentado totalmente. El sol por las tardes al momento de ocultarse se quedaba un largo rato suspendido en el horizonte y el lento crepúsculo formaba una franja de
arrebol incandescente y suntuoso que desaparecía en lontananza. Esa era una
característica de le época de sequía y
de una consecuente hambruna.
A veces por las tardes, los movimientos de
traslación de la luna, sobre todo la luna nueva o el cinco de luna daban la
esperanza de alguna lluvia pasajera, al asomarse a las aristas de las
cordilleras unas nubes oscuras. Cuando eso veía
toda la gente, cría que la lluvia
ya iba a venir. Algunos más
supersticiosos anunciaban que el aguacero ya iba a llegar cuando en su sueño
veían pastar grandes manadas de ovejas negras. Ciertamente a los dos o tres
días el cielo se cubría de nubes oscuras
y la lluvia aparecía como un manto blanco cristalino que se precipitaba con
violencia, pero solamente llegaba hasta las laderas donde vía doña Filomena.
Los arroyos que arrastraban diáfanas agüitas
silenciosas se secaron, los puquios también, solamente en las noches o en las madrugadas
encontraban agua; el único vertiente que nunca se secó, fue el que nacía por
entre las raíces de una planta de chirimoya. Al que la gente le llamaba El ojo
de las Chirimoyas, porque allí había
como veinte plantas de esta fruta. La vertiente no se secó porque no lo mataron
a la serpiente que allí vivía, que según los pobladores veteranos decían que
era la madre del agua y le llamaban la Yacumama. Era una serpiente grande de cuerpo verdoso, la que cada vez que les
escuchaba llegar, corría a meterse dentro de las pircas o debajo de las hojas
secas de las plantas de guayaquiles. En
otros lugares los ojos de agua se
desparecieron, porque lo habían muerto a las yacumamas que asustaban mucho a
los niños y a las mujeres.
Cuando todos los cultivos se secaron, recién llovió. Dos tardes seguidas
lloviznaron granizales por todas las comarcas, humedeciendo con suficiencia a
la tierra sedienta. La chacra de la señora Filomena, el bienhechor personaje,
la que dio posada al ancianito, fue la única que se salvó, porque hasta allí llegaba la lluvia cada vez que había celajes.
Además por ser un lugar cercano a los extensos bosques de robles y palmas que
todavía no eran talados por los
depredadores, también porque estaba ubicada bajo la sombra de los cerros.
Cuando
llegó el tiempo de la cosecha toda la gente de las parcialidades vecinas habían
agotado sus graneros y atravesaban un hambre inmisericorde.
La
única señora que podía auxiliarles en esa angustia, era doña Filomena
Buenaventura, la bondadosa viuda. La gente concurría en grupos para que les vendiera algo de su cosecha. Ella con esa
voluntad y cariño que todo pobre entrega al prójimo, les repartía sin pena, sin
excusas, ni reparos. La chacrita sin exageración había multiplicado su
producción. Cada planta tenía tres y cuatro mazorcas de las cuales recogía una
o dos para darles a sus visitantes. Al día siguiente cuando llegaban nuevos
huéspedes, la huerta aparecía
intacta. Esta señora les obsequiaba maíz a todos los que concurrían a visitarla, sin
remilgos ni mala cara; les cedía nomás
con toda su voluntad. Y, a quienes
querían pagar con dinero lo que ella les daba, no les recibía.
Cuando estuvo seco el maíz, lo cosechó. La
producción se había triplicado. Su
terrado se llenó de extremo a extremo,
la parte que sobró lo guardó en
guayos en todas las vigas de su casa, y aún en los árboles de su patio.
Así fue que Dios le multiplicó su cosecha porque
supo compartir con el prójimo de lo poco
que tenía y con toda su voluntad. En tanto que del señor de alto linaje y de
grandes fortunas que no se dispuso dar
al pobre el pan de su mesa, se le
desapareció para siempre sus manantiales y puquiales… Ese humilde y andrajoso
anciano pudo ser Dios disfrazado de mendigo, el
que multiplica las cosechas de quienes hacen misericordia y pone su mano
siniestra a quienes no lo hacen. Sobre este hecho el acaudalado señor no creía, él decía que sus fuentes de
agua se habían desaparecido, porque los
cangrejos habían llevado las vertientes por dentro de la tierra a otros lugares.
“Quizás
Manuelito Jeshu fue el mismo Dios
personificado de mendigo que vivió en
nuestra parcialidad para que todos hagamos misericordia de él. Sin embrago, cuando llegó a mi casa mi mujer
no lo atendió de buen gusto. Por eso a mí me castiga y me manda todas sus
desgracias”- se decía el tío Lule culpando a su mujer.
De
la misma manera que murió don Manuelito
Jeshu, abandonado por el campo como un animalito, falleció su hija,
la más querida, la más bonita del lugar: su Lupita. Ella feneció al
pequeño descuido de la familia y en plena
intemperie, desgarrada y asesinada por los perros.
Quien
iba a creer que eso le ocurriría a la
más bella de toda la jurisdicción, a la
flor más linda de los jardines, a la reina de la primavera, a la que todos
adoraban por su belleza. Y no solamente
por ello, sino también sus nobles
bondades y dulce carácter. Por todas
estas cualidades, cuanto la admiraban
los jóvenes de la vecindad y de
las comarcas circunvecinas. ¿Quién iba a pensar que eso sería su destino? Siendo ella la más
reverente en su tratar, la más sencilla en su lenguaje y no tan coqueta como su prima Pepita, la que
también era muy simpática.
Las dos eran cabellos de oro, tez de
nácar, pétalos rojos como los claveles
de los jardines primaverales y los ojos tan claros como los finos
cristales del cielo azul. La diferencia entre ellas era la talla, las miradas y
la sonrisa. Lupita era más delgada y más alta, Pepita más pequeña y gordita. Lupita era
recatada y formal, mientras que su prima tenía las miradas vivarachas y andaba siempre con la
sonrisa en los labios. Por eso su mamá
decía que su hija antes de que se
case había tenido un montón de enamorados, unos con fines
serios y otros como pasa tiempos.
Muchos jóvenes ya se creían novios de
Pepita porque les había dado el sí, pero en el momento menos pensado resultaban
desplazados por cualquier otro forastero. Esto ocurría más que todo en las
fiestas patronales. Cada vez que algún joven llegaba a participar de los actos celebratorios, ella
estaba allí mirando quien destacaba en el deporte o quien gastaba más en la
cantina. Pues, si alguien mostraba estas cualidades o apariencias, aparte de
las físicas y atractivas, de inmediato indagaba información sobre su
procedencia, y sin dudar mucho, los aceptaba. Por eso en las fiestas patronales
o familiares donde ella asistía, daba miedo las riñas y peleas.
Estos
casos ocurrían cada vez que Pepita salía a bailar cuatro, cinco, seis bailes consecutivos con
otro, dejando su enamorado; y si con ese se coqueteaba, se dejaba hablar
en el oído, se reía o bailaba abrazada, era
porque ya estaba enamorándose de él, o lo hacía con la finalidad de crearle celos a quien
supuestamente amaba. El galán al sentirse burlado; impaciente y frustrado,
reaccionaba armando una gran pendencia.
Las peleas no solamente se realizaban a mano limpia, sino también a botellazos,
machetazos y hasta balazos. En estos pleitos
casi siempre salían agredidos
inocentes y pecadores.
Todos
los que estaban en una fiesta de bautizo recordarán que un joven
que vino de una lejana comarca de
la región alto andina motivado por la información de la singular belleza de
Pepita, como rey mago que llegó a Belén a ver
al niño Jesús, guiado por una estrella luminosa. Ese joven creyendo
tener la ventaja de ser descendiente de una familia adinerada arribó en su
busca, con la finalidad de desposarla .Cuando el sol estaba en todo su
esplendor apareció acompañado de dos amigos sobre briosas acémilas, con el
pretexto de participar en la fiesta de bautizo que celebrarían sus tíos en
tercer grado, donde también estaría invitada la señorita Pepita.
El joven al ver a Pepita se quedó
deslumbrado y totalmente embelesado. Inmediatamente, después de su asombro
buscó formas de hacer amistad con ella. Pues, como a nuestra simpar personaje
le gustaba los enamorados forasteros y con la ilusión de elegir el príncipe de sus sueños, tan rápidamente
fue aceptado. Esa noche de la
celebración les hizo pasar momentos muy tensos. Al inicio salió a bailar con
ese joven varios bailes consecutivos. Luego,
en un momento de descuido se fue a bailar con
otro que desde hacía rato la había estado mirando con pasión ardiente y
loco amor. Pues, como el chico seguramente
fue de su agrado, que a
diferencia del anterior que se notaba adusto, él tenía las miradas coquetas y
el rostro más risueño, por eso continuó
bailando con él, sin perderse una pieza musical. Es decir, terminaban un baile
y empezaban otro.
Se
sentaban juntitos, conversaban, cuchicheaban y se reían burlonamente. El
primero, apenas terminaba la canción ya estaba paradito esperando para
contratarla por la siguiente pieza
musical. Sin embargo a Pepita que no le importaba los sentimientos de los
hombres, le decía que después, después; el siguiente, y así lo tenía veces y
veces engañándolo. ¡Pero vayan a ver cómo bailaban las fugas de los
huaynos con el otro! Recorrían abrazaditos por todo el salón al calor de la risueña ovación y
aplausos de todos los asistentes. Para demostrar su coquetería se dejaba
pasar el pañuelo por entre las piernas. En el garbo y requiebro de las
marineras se dejaba besar la cara y la piel rosada de la rodilla al momento que terminaba la
melodiosa canción norteña. Y para
burlarse aún más del otro, lo hacía sonar
bien fuerte, como para que todos lo escuchen y lo aclamen: chooooocc...
Estas
negativas, mofas, burlas y sátiras irritaron tanto al joven galán que
había venido desde muy lejos por conseguir el preciado amor de Pepita. Este se puso tan
furioso cuando otra vez fue rechazado con la palabra: después. Para desfogar su
saña y su impaciencia lo cogió del brazo y quiso obligarla a bailar con él .Entonces,
en ese momento el otro enamorado salió
en defensa de su danzarina y empezó la riña.
Él, primero sacó su revólver y empezó a
disparar al aire con la finalidad de
amedrentar a los asistentes que podrían
meterse a pelear. Este suceso
causó mucha tensión y zozobra en los invitados, sobre todo en las
mujeres que habían subido a sus hijos pequeños al terrado para que durmieran mientras ellas
apoyaban en la cocina y disfrutaban de la fiesta. Fue un grito al unísono: “¡Lo
mataron a nuestros hijos!”. Por suerte
no murió ninguno, las balas
habían pasado por su lado sorteando la vigas a clavarse en la cumbrera.
El dueño de la casa trató de impedir el desarrollo de la gresca, sin
embargo, no fue posible. Los enamorados
repartían puñetes y patadas de alma y vida, a diestra y siniestra. Al final de
la pendencia hombres y mujeres recibieron golpes sin temeridad, al menos después que rompieron
y apagaron los candiles y linternas, fue
una batalla campal de donde todos salieron malheridos. El primero, como
visitante y familiar cercano del dueño de la fiesta, avergonzado de lo que
había hecho, en cuanto se reflejaron
indicios del nuevo amanecer,
ensilló su caballo a la luz tenue de la luna y partió acompañado de sus amigos, sin conseguir nada
de lo que había venido buscando. El segundo, así mal herido quería que la riña se reiniciara, y para
azuzar que eso ocurriera, recitó estas coplas que
satirizaba a su contendor:
Gavilán
de tierra ajena
Que
en busca de polla viene,
gavilán
vuelve a tu tierra
que
la polla dueño tiene.
El sobrino para no sentirse tan burlado,
contestó:
Paloma
de esa calaña,
Yo
no venía buscando.
Seguro
que cualquier día
Con
otro me estaría engañando.
El
otro enamorado haciendo alarde de su triunfo, declamó esta otra colpa
La
polla no va contigo
Porque
eres desconocido,
Ella
se queda conmigo
Porque
soy su preferido…
El
visitante para no quedarse atrás y denotar que se iba intimidado, mirando a Pepita, declamó:
¡Ay!, palomita traicionera
Que
pasas de mano en mano,
Por
tus vanas pretensiones
Te
quedas con un tirano…
Pepita
aludida por las confianzudas expresiones
de los dos pretendientes, quiso restarles potestad de su persona, diciéndoles:
Yo
soy como el lirio del campo
Que
en cualquier tiempo florece,
Mi
corazón está libre
Que
a nadie le pertenece.
Pero
para evitar que el conflicto se reiniciara, se abstuvo en responder.
A la gente que le gusta el chisme y
desvirtuar la realidad, decían que ese
joven aprovechando la confusión y la oscuridad de la madrugada la acompañó a
Pepita hasta su casa. Y que por el
camino se extraviaron más de dos horas y en esa ocasión la había perdido su
honra. Sin embargo su mamá garantizaba
la virginidad de la hija, argumentando que ella estaba bien aconsejada y que su
integridad solamente la perdería en el día del matrimonio. Además, Pepita en
los lances del amor actuaba con mucha
discreción y sapiencia, era tan sagaz que podría compararse con Preciosa, el
personaje principal de La Gitanilla, novela ejemplar de Miguel de Cervantes
Saavedra. Asimismo decía que ella le había enseñado todos los secretos para
defenderse de los hombres que tenían malas intenciones e inicuos propósitos.
Incluso afirmaba que le había enseñado
uno que era muy eficaz, que al más fogoso y atrevido, al momento que quisiera hacerle
el amor a la fuerza, se le bajaba toda la erección. Por eso es que varios
novios al no poder conseguir nada de ella antes del matrimonio, se
retiraban sin que nadie sepa el
porqué.
Así,
en tantos devaneos conoció a buenos y malos enamorados. Algunos de ellos
llegaron a pedir la mano con padrinos y regalos, otros, no; simplemente se
distanciaban sin dar ninguna explicación y los más educaditos, dando a saber el
motivo. Pero había uno que se llamaba Audías, el más perseverante de todos,
quien ocupaba los intervalos que dejaban los demás pretendientes. A penas sabía
que alguien se había ido, inmediatamente se iba a suplicarle para que se casara con él. Pepita algo sentía
por él, pero su orgullo y su ambición
que estaba cifrada en la belleza física o en el dinero, no le permitían; solamente lo utilizaba al pobre
mozalbete para sentirse importante y
disimular su abandono. Con él pasaba
horas enteras conversando por los caminos o en la quebrada a donde ella iba a
recoger agua o lavar.
El
pobre joven cómo se entristecía, su corazón y su alma vivía desgarrando ríos de
lágrimas, cada vez que alguien pedía
la mano de Pepita, su eterna esperanza, la mujer que soñaba que tal
vez fuera suya; ilusión que nunca la perdía. Con el paso del tiempo su corazón
se endureció tanto que se puso más
sólido que el pedernal, ya no sentía las puñaladas de los celos; el único afán
que tenía era, que volviera algún día a sus brazos castigada por su presunción
y su vanidad. Y él, a pesar de todo, la
perdonaría.
En sus
cinco años de hermosa primavera desde que abrió sus hermosos pétalos
hasta que se disiparon floridos y
lozanos, los miles de besos que recibió no los marchitaron, por el contrario,
fueron gotas de miel que alimentaron su belleza...Hasta que un cholo churre
como decía su madre no la dejaba
tranquila, en todo momento la perseguía, y a todo sitio, hasta que consiguió su aceptación. Yo no sé porque lo admitió― comentaba la señora―quizás por
ser profesional, porque de no ser así, yo en el lugar de mi hija, con la
belleza que tiene, no le hubiera
aceptado, la hubiera arreado de mi casa junto con mis perros, qué pasaría con
ella, quizás la habría embrujado. Bueno pues, aquí se cumple el adagio popular
que dice: “La mejor carne lo come el perro”.
Cuando el matrimonio se realizó, lo
celebraron con gran pompa, fue apoteósico y encomiable. Nadie se había casado
así como ella, ni las hijas de don Bernardino
Zamora que era el hombre más solvente de
la jurisdicción. Para conformar la
caravana nupcial habían contratado varios vehículos, entre automóviles,
camionetas y camiones en los cuales se
trasladarían todos los invitados y familiares.
El
salón nupcial lo habían mandado a decorar muy elegantemente como para darle gran celebridad y solemnidad a la
ceremonia. Al piso entablado le habían regado abundante petróleo. Las sillas de
madera estaban colocadas en todo el perímetro del salón, al frente habían colocado
un largo pupitre de madera, y tras de él, cinco sillas con espaldar tallado de figuras zoomorfas y tapizados los asientos con terciopelo azul.
La Iglesia Católica también lucía muy bien decorada, ya que por
esos días el pueblo estaba celebrando su fiesta patronal en homenaje
a la santísima virgen de la Mercedes, Patrona de los
reclusos, cuyos altares estaban
adornados con papel cometa y lustre
de variados colores con el arte de
origami. Después del matrimonio civil se
trasladaron a la iglesia donde el
padrecito Juan José Miranda los esperaba con la Biblia sobre el púlpito y el
cáliz en la mano...Para los que
nunca habían visto la simpar belleza de la novia, era una admiración,
todos decían que era más bonita que la virgen, más rosadita incluso, ya que la
santa imagen lucía el rostro más pálido.
Cuando
pasó por su lado para entrar a la
iglesia todos los invitados estupefactos
decían: !Qué bella!, ¡Bellísima! !Un ángel!... Y el novio, una sombra en su
lado, el cabello hirsuto como pajonal de cerro y bien negro. Debajo de sus
pobladas cejas mostraba unas miradas esquivas, que le daban al personaje un
aspecto hosco, desagradable y apático. Adentro, al momento que ingresó, los
santos que estaban en sus altares se quedaron pasmados, embelesados y atónitos
al ver la beldad de Pepita, y el palco
de la Virgen y los vidrios catedral de
las ventanas se iluminaron…
ok
ResponderEliminarMucho
ResponderEliminarFicha de analisis
ResponderEliminarAlgo más?? :v
EliminarReportándose 2do E :v
ResponderEliminarJajaja
Eliminarclaro è tony starkk bances alias la olenka
EliminarStarkk porcialca :v 7u7
ResponderEliminarQue genero y especie literaria es?
ResponderEliminarno se wen sanjose 2"E"
ResponderEliminarreportándose
UwU
ResponderEliminar:v
ResponderEliminarMe ayudó mucho
ResponderEliminar