jueves, 8 de febrero de 2018

LA CASA DEL TÍO LULE


                                         
                          LA CASA DEL TÍO LULE
¿Y yo, por qué no me mato? !Yo ya debo estar muerto¡¡Yo ya debo estar allá en el sagrado  limbo, gozando de tranquilidad plena, de apacible sosiego y de  eterno descanso¡. Yo con tantas desgracias, tantas desventuras y tantos infortunios ya estuviera muerto; quizás, bajo las criminales llantas asesinas de algún vehículo, o en la sala de mi casa con el cuello   ajustado y sujeto a   una soga; o tal vez muerto, después de haber ingerido un delicioso y mortal veneno; o haberme arrojado a las aguas turbulentas de los ríos . ¡Ya es demasiado, más de treinta años de desdichas y fatalidades, pero en cualquier momento  lo realizo. ¡Ya no soporto!―se  decía tantas veces el tío Lule , con el corazón atribulado y lleno de tormento.
En el mudo silencio de las oscuras noches sus negros pensamientos se diseminaban por todo el espacio de su masa gris, como pájaros asustados que vuelan al azar de sus nidos maternos. Horas tras horas pasaba rumiando sus inicuos proyectos. Las causas de su suicidio serían: la desgracia, la miseria y las desventuras  que  pululan  a su familia día a día;  tal si fueran  siniestros huracanes que desbastan todo lo que a su paso encuentran. Esos furiosos  torbellinos del infortunio desjuiciaron para siempre  a sus tres hijos, accidentaron a su esposa y al tío Lule continúan fustigándolo sin compasión.
Estas fatídicas decisiones y macabros propósitos ya los viene maquinando desde hacía un buen tiempo atrás; sobre todo, cada vez que las desdichas         y tragedias azotan a su humilde hogar. Pero detrás de él, siempre estaba alguien para hacerlo disuadir. Desde las primeras desgracias que le sobrevinieron allá en su tierra natal  de Los Álamos en las noches de lluvia quería salir corriendo a entregar su vida a las salvajes aguas de la quebrada grande. Él sabía  que después  que el aguacero atenuaba su feroz rugido afuera en el patio, las aguas bajaban  embravecidas; y ellas, lo llevarían envuelto en su rudo caudal hasta  desembocar en  el torrentoso río Huaylulo, donde  encontraría un  regio y suntuoso sepulcro para su cuerpo y paz perpetua para su alma. Las aguas de ese río en varias partes de su recorrido se escondían  entre oscuras rocas, y tenebrosas cataratas.  Por allí bajaban saltando y haciendo profundos remolinos, lugar propicio donde le hubieran dado la felicidad plena a sus martirios, congojas y tormentos; y curado para siempre las heridas de su sufrimiento.
 Él tío Lule nunca deja de preguntarse:“¿Por qué a mí  me persigue la desgracia y la miseria como si fueran dos fieras voraces que caminan por dónde voy? Yo no sé, ¿qué maldad he cometido contra mi prójimo?, ¿qué sacramento he violado?, ¿qué mandamiento he vituperado?, ¿qué acto de bienaventuranza he quebrantado para que Dios se haya ensañado así conmigo? Si  los evangélicos cada vez que me visitaban me predicaban que Dios no es malo con nadie, que Él cuida y protege a cada uno de sus hijos que hacen su voluntad; y que el causante de toda desdicha y desventura que  a la humanidad le acontece, es Lucifer. Entonces, por qué a mí me abandona, por qué ha permitido que Satanás me cause tanto daño y tanta desdicha; si yo en mis actos de conciencia no encuentro ninguna acción perversa, ninguna iniquidad que haya cometido en contra mis semejantes, ni he blasfemado nada hasta la fecha contra el Creador.
¿Qué desobediencia he cometido…? Bueno, quizás a Job, el personaje bíblico,  le ocurrió tantas desgracias e infortunios; porque Dios le dio permiso a Lucifer para que le causara esos funestos perjuicios contra sus haciendas, sus ganados y su salud. Le permitió eso, para probar su fe. Si  pues, eso pudo ocurrir con él; pero conmigo, porqué. ¿Qué pecado mortal o delito criminal he perpetrado contra Él.  No. Nada, no encuentro nada en mis recuerdos”- son las interrogantes que siempre se hace, conturbado de todo lo extraño que le ocurre.
Continuando con sus  extensos soliloquios –se decía:
-“Ahora sí, quizás con razón, porque  mis críticas y mis descontentos sean motivos de blasfemia,  profanación y perjuro en contra de su Santidad. De considerarse así,  le pido perdón. Aunque tengo muchas razones para hacerlo, y cualquier ser humano  que atraviese una similar situación a la mía, profanaría y expresaría imprecaciones y execraciones.
Todos me decían que me aferre a Dios, que ore  diariamente, que le pida perdón de todas mis culpas. Yo así lo hago, semana tras semana, día tras día y aún hora tras hora poniéndome de hinojos y mostrándome temeroso de su santo poder; y, a pesar que mi pensamiento  siempre está  en Él, Él  no me escucha. Por el contrario, más y más peripecias me sobrevienen. Bueno, no sé… qué  cosa quiere  hacer Dios conmigo,  quizás querrá que mi vecindad  que tiene el corazón tan duro al arrepentimiento, que viven en fiestas, jaranas, en gula, lujuria,  adulterio, droga y alcohol tengan temor, espanto y pavor  de su poder, y  con el ejemplo de mi sufrimiento todos abracen su doctrina,  y  sean hacedores de su palabra .Pero, aquí en la ciudad cada uno vive su vida, a los vecinos no les interesa sus problemas de los demás, por  último ni nos conocemos ni nos saludamos…
Bueno, yo soy consciente de que no congrego a su iglesia, pero sé distinguir muy bien, cuándo debo obrar en favor del prójimo y cuándo no.  Sin embargo, sigo creyendo en ÉL con toda mi fe”– se decía abstraído y cavilante el tío Lule.

     Muchos vecinos y familiares le decían que su desgracia no era castigo de Dios, sino de un hechizo; y de eso le atribuían, a don Lizandro S. como principal sospechoso. Él no le daba tanta fe a ello, pero de ese señor, todos los que lo conocían decían que era muy creenciero en los esoterismos. Eso afirmaban los que lo han escuchado llorar a las dos calaveras que tenía en su casa, sobre todo en las noches cuando se, encontraban solas. El tío Lule, hasta hoy no acepta, que el motivo de su odio y su venganza que ha desatado contra él, sea por el escarmiento que le dio para que aprendiera a respetar la propiedad ajena y el derecho inalienable de los demás. No cree que  su rencor persista por tantos años… Él siempre se ha mantenido  escéptico.
Es cierto que él lo había pegado  por abusivo y prepotente. Don Lizandro tenía dos defectos: dañar los linderos de sus vecinos y hacer perjuicio con sus ganados en las chacras de sus colindantes. Ese señor tenía  la cachaza de amarrar  sus animales en los hitos añadiéndole dos sogas con el fin de causar el mayor daño posible; y cuando iban a reclamarle por los daños causados, los insultaba con toda palabra soez que llegaba a  su boca. Y si de linderos se trataba, los amenazaba  con demandarlos en el Tribunal Agrario o en el Juez de Tierras, aduciendo que poseía las hijuelas que describían los  linderos primigenios a su favor: por eso es que se extendía hasta donde él quería. Y cuando lo demandaban los intimidaba con reventarles el ojo con sus artes pitonizos, igual como había hecho con don Santos Rosales, o hincharles el estómago como zapallos con sus brujerías. De tal manera que a todos  sus colindantes,  los tenía atemorizados y pusilánimes   con sus amenazas.
Pero eso no ocurrió con él; con él encontró la horma de su zapato.  Pues, el tío Lule no le iba a permitir que todo el tiempo haga igual como hacía con los demás.  A él lo respetaba, desde esa vez que le dio una golpiza cuando lo encontró plantando pencas como  nuevos hitos dentro de su terreno y tapando la acequia que era el verdadero lindero, el  que testimoniaba en  las escrituras de compraventa, que aguas abajo por el lado Oeste colindaban con él.
       En esa oportunidad  lo masacró. Lo cayó al piso sobre las piedras que había llenado  dentro del canal, le tiró golpes hasta sacarle sangre y llenarle de moretones  las espaldas. Por eso lo demandó. Y como las  autoridades no dieron el veredicto a su  favor, lo amenazó que  iba hacerse justicia con sus hechicerías. Eso le había dicho a varios vecinos para que le  digan, pero como el tío Lule no creía en ello, le he dado poca importancia.
Pero a veces coincidía y le hacía dudar de su fe. Hay algo de lo cual se sentía escéptico e incrédulo. Una noche cuando regresaba con mis hijos de comprar café en pergamino de la casa de mi primo Irene, dejaron los trastos debajo del camino grande y sobre ellos una prenda de vestir, mientras fueron a mudar a las acémilas, y cuando regresaron su chompa nueva había desaparecido. La buscaron por todas partes y no la encontraron, aun regresaron hasta el domicilio de su primo  pensando que allí se habían olvidado, pero no la hallaron. La noche  estaba tenue, las nubes  se veían grises porque eran traspasadas por los pálidos rayos plateados de la madre luna, y por la lumbre sutil  de algunas estrellas ancianas que chisporroteaban la delicada  oscuridad. Jamás pensó y ni creerá que don Lizandro S., a esa hora  haya estado por allí esperando para robarle la chompa, que lo necesitaba para hacerle el hechizo…Ni si quiera el caballo que tenía un olfato extraordinario dio un relincho, como en otras ocasiones lo hacía cuando sentía cosas extrañas, para alertarles que alguien estaba por allí. No. No. Jamás” -se decía en sus recuerdos, el tío Lule.
   Dicen que su primo de don Lizandro S., el que lo acompañó a la casa del brujo para traer la medicina   que curaría a su esposa Aguedita que siempre vivía achacosa, vio que mandó hacer la hechicería. Él confirmaba eso porque don Lizandro S. en la casa del curandero  sacó una chompa gris nueva para que le hicieran una mesada de brujería. Su primo que fue con él, pensó que el daño era para su{ suegro que no había cuándo se muera, de quien esperaba una cuantiosa herencia de terrenos, bienes muebles y semovientes; porque la envidia lo mortificaba día y noche que el padre de su esposa estaba donando a una sobrina una parte de sus bienes muebles e inmuebles, en vez de darle a su hija, que era la heredera directa.   Le cedía a ella solamente porque le atendía en sus quehaceres domésticos y sus necesidades primordiales. Don Lizandro para evitar que toda la herencia la repartiera entre sus  sobrinas, planeó darle  un  efectivo y mortal brebaje  que lo dejara difunto.  
     Eso fue cierto. El hechizo le dio la misma  hija. La tarde anterior a su muerte, le trajo preparado en una comida que siempre le apetecía. El viejito no acostumbraba  comer lo que su hija le traía, por presuntas suspicacias. Para disimular que no la despreciaba, le ordenaba que  la guardara en su armario para comerla más tarde, bien la hora  del almuerzo o de la cena; muchas veces  le daba a su perro. Pero esa vez la comió.  Los hijos  de su sobrina, los que  siempre iban  a hacerle compañía por las noches, informaron que don Tiburcio amaneció tomando agua toda la noche. Incluso al día siguiente cuando fueron a mudar el ganado, al pasar por cada quebrada o arroyo se agachaba a beber para calmar su sed. Finalmente ya cerca a su casa, en un pozo de la quebrada chica que apenas cubría su rostro, le venció el cuerpo y allí falleció…
Ciertamente, esa vez la visita al brujo no fue en vano, logró sus objetivos: hechizar al tío Lule y mandar hacer el brebaje para  don Tiburcio, su suegro.
        A partir de esa fecha don Lizandro S. a  cualquiera que a él  le ganaba un pleito o demanda, lo amenazaba con brujearlo. “¡Pero, tanto habrá sido su venganza para conmigo¡ ¡No creo, no  creo¡”― Se decía muy pensativo e incrédulo el tío  Lule.

            Él más pensaba que el motivo de tanta calamidad  y desgracia que  le flagelaba, se debía a la actitud franca, orgullosa y delicada de su mujer, doña Leonor, de quien muchos confundían esa su peculiar  forma de ser, diciendo que tenía mal carácter. Confirmaban esto porque se ponía impulsiva e intolerante con sus hijos que no le rendían obediencia al momento que ella los solicitaba.  Y para reprenderlos o castigarlos despotricaba contra quien sea, y sin reparar la presencia de algún huésped, o familiar. Más aún si tenía algún  rencor con ellos aprovechaba la ocasión  para  enviarles expresiones indirectas o  echarlos  de su casa… Pero, con frecuencia actuaba de manera directa, no usaba eufemismos ni metáforas para decirles  sus verdades  o sus adversos pareceres, a quién quería decirle.
Esa vez lo había hecho con el ancianito Manuel Jesús, más conocido  como Manuel Jeshu, quien iba  siempre a las casas a partir leña, para ganarse la  comida, una ropita usada o unas pastillas para curar la herida de su pie que nunca quería sanarse. Años andaba con esa llaga que de cada un tiempo se le inflamaba y se le hinchaba toda la canilla. Pues, como no tenía familiares vivía de la misericordia de la vecindad, en algunos vecinos se quedaba a vivir dos, tres, cuatro meses y luego se  iba a otros. Así vivía de casa en casa.
       Por esa época había ido  a vivir con ellos, y  doña Leonor con la franqueza de decirle  a la gente  sus verdades, de criticarles por cualquier imperfección o comportamientos impertinentes, y con sus melindres de muy aseada  lo arrojó de su casa. Después, cuando murió botado en la choza que el tío Lule le hizo, se arrepentía. El ancianito  se había ido arrastrándose con la pierna hinchada, llevando en el hombro su cubrecama, su ponchito y su alforja en la que  guardaba algunas  prendas de vestir que la gente le regalaba, hasta debajo de una frondosa plantación de café  donde se había cobijado para  dormir. En la tarde cuando llegó del trabajo el tío Lule y preguntó por él,  ella le contestó  con tono soberbio y aún muy molesta todavía, que no sabía a dónde   había ido ese viejo cochino y asqueroso; a quien tú lo has traído sin medir las consecuencias de contagiar a nuestros hijos con su lepra. Y si ya se ha ido,  que se largue y nunca más vuelva. Para misericordia suficiente, ya lo he atendido dos semanas―respondió tajante y con acento de enojo, como para que no le recriminara nada.
Quizás tenía mucha razón, eso que sea delicada para la higiene es una virtud y aún debe ser una cualidad de todas las mujeres; y no solamente de ellas  si no de toda la gente. Pues como ella decía: “una persona puede ser  pobre, pero no cochina”. Aunque doña Leonor era  en exceso, para comer no recibía de nadie, siempre que los alimentos no fueran preparados en su misma casa, cuando visitaba a  un familiar o vecino y estos lo llamaban a comer, ella nunca los aceptaba, pretextaba cualquier motivo para no recibirlos y por más que le insistían no los apreciaba, con la comida servida les dejaba; era tan especial que aún  a sus hermanas les rechazaba.
El tío Lule siempre le  reprendía que no se comportara así, para evitar que toda la gente del lugar se tomara un mal concepto de ella, considerándola de soberbia y orgullosa. Él quería que ella fuera más  sobria en sus modales y sencilla con los pobres y nunca  despreciarles  su comida y sus atenciones, “Dios nos puede castigar por eso, y en nuestra mesa cualquier día  puede  faltar el alimento, eso no se hace con nadie, porque el desaire duele y humilla”- le decía, como quien le hacía reflexionar-. Ella contestaba que no podía comer en ninguna casa  porque sentía asco y los alimentos que le invitaban  le provocaban vómitos, ya que suponía, que  quienes la habían preparado no se aseaban bien las manos  y los utensilios en los que les servían el alimento, los tenían mal lavados.
. El tío Lule no podía cambiarle ese comportamiento, incluso, cuando la llevaba a las fiestas  o de paseo a los pueblos, se quedaba allí dos, tres días por alguna circunstancia de su negocio, durante su estadía en esos lugares  la llevaba a los restaurantes, ella no aceptaba, así sin comer regresaba a su casa,  solamente agua tomaba… En su hogar  era una mujer extremadamente aseada, sus platos, sus cucharas  y sus tazas  los esterilizaba por espacio de una hora hirviéndolos en un perol, igual hacía con las sábanas y las colchas; eso hacía estrictamente todas las semanas.   Para dormir tampoco se quedaba en nadie, cuando las noches eran densas o el frío era intenso prefería amanecer sentada envuelta con su chal y no se metía a la cama de nadie,  argumentando que las camas olían a cuy, a oveja, o  a humo…Era   una asepsiómana - bendito sea Dios- No había nadie en el mundo tan celosa  del orden  y de la higiene como ella…Hoy con su invalidez y la enfermedad de sus hijos vive sepultada dentro de la inmundicia…

 El tío Lule al saber que su huésped  se había ido, inmediatamente  fue a buscarlo por el campo pensando encontrarlo ´por allí, antes que hubiera ido a la casa de otro vecino; cierto, después de recorrer por las chacras de cañas y de plátanos; lo encontró quejándose y llorando debajo del cafetal. Lo invitó a retornar a la casa, pero él se negó, aduciendo que nunca regresaría por el maltrato que había recibido de parte de la señora Leonor. Diciendo que todos los días cuando él no estaba, le mandaba indirectas haciéndole oír  con sus  hijos,  y la comida le enviaba al  chiquero junto con los animales.
 La chocita la construyó en el mismo lugar donde lo encontró, a donde le llevó unos pullos para su camastro. Hasta allí le llevaba la comida diariamente. A los pocos días que permanecía en ese lugar la infección de su pierna se generalizó por todo su cuerpo. Le daba fiebres altas y resfríos, bochornos y delirios. Sus quejidos se escuchaban hasta el camino grande, tanto así que  llamaba la atención de algunos transeúntes, al extremo de  interrumpir su rumbo para meterse a la chacra para ver quién era. En esa condición  pasó varios días moribundo y agonizante. Dos días antes de su muerte observó que de su herida  salía un innumerable  ejército de gusanos que se perdían entre las malezas y se arrumaban en el hueco de un hormiguero. Al segundo día de estar así, falleció. Los gusanos continuaban saliendo por colonias completas  y en número incalculable. Todo su cuerpo tenía un olor sumamente pestilente, que no se podía resistir ni tapándose las narices! Hufff!  ¡Huufff! ¡Huuffff!
       Casi cuatro semanas había pernoctado en la chocita soportando la intensa lluvia que intentaba humedecer su camastro, si no  hubiera sido por el tío Lule que le hizo una acequia en tres lados del perímetro, se hubiera inundado. Manuel Jeshu desde allí observaba por las tardes, que mientras el aguacero granizaba los rayos sonaban estruendosamente, y por las noches los  relámpagos alumbraban de manera intermitente. Por las mañanas desde esa loma del cafetal veía ascender a la neblina como un  extenso manto gris  hasta  la cima de las  cordilleras. Algunos días  esta se extendía por toda la basta jurisdicción, dejando encapotado todo el cielo, de tal manera que para mirar  el paisaje, nada se veía. Cuando terminó este fenómeno, el sol empezaba a brillar desde muy temprano por el oriente, las nubes que tapaban y destapaban el cielo se iban arrinconando  por el occidente. Al medio día el sol  lanzaba su fuego ardiente sobre  las  pampas y las laderas hasta lo más hondo de las quebradas; y por tardes,   rompiendo las   sombras de los cafetales  ingresaba hasta la mitad de la choza de Manuel Jeshu…
   Ya difunto lo trasladaron a su casa para ofrecerle sus cristianos funerales. Mientras le conseguirán su caja mortuoria los gusanos seguían saliendo. Unos tras otros caminaban por el extremo de la pared, luego por el corredor hasta llegar hacia las malezas. Y  cuando ya  le colocaron el féretro por el resquicio de la tapa continuaban saliendo, bajaban por las patas de la mesa y seguían la senda de los demás. El día de su sepelio, como muchos de los  mendigos que en vida son abandonados y en la muerte glorificados, los lugareños del caserío vecino que pertenecían a la Hermandad del Señor del Gran Poder y devotos de los pobres y menesterosos enviaron muchos presentes y donaron un nicho.
  Algunos de los  concurrentes a los actos  fúnebres opinaron que lo enterraran en sepultura para evitar que los gusanos continuaran saliendo,  pero la mayoría no hizo caso. Por el contrario, argumentaron que la tumba   bien sellada y tarrajeada con cemento, no tendrían por donde salir. Sin embargo, no fue así. Al cuarto  día de realizadas las exequias  don Agustín Zuloeta demandó a la Hermandad y al tío Lule, para que retiraran al difunto de allí,  y  lo llevaran a enterrarlo en una sepultura la más profunda que fuera; porque los  gusanos seguían saliendo. Habían roto el nicho y llegaban rodando hasta su terreno y el olor fétido de la pestilente supuración contaminaba  toda la comarca; de tal manera que era insoportable, nadie podía vivir por allí. A tanta insistencia de don Agustín se fueron a verlo. Realmente lo encontraron filtrando por la esquina del nicho una sangre oscura y grasienta que se escurría hacia el piso y se iba camino de la cruz grande, hacia abajo a una Ciénega.  Y los gusanos habían agarrado otro camino, que se desplazaban en extensos ejércitos  hasta el jardín de rosas y geranios que estaba frente a la casa del demandante. Hasta allí llegaban batallones interminables de gusanos… La gente decía que  le vino ese castigo  a don Agustín Zuloeta, porque cuando se fue al velorio, criticó mucho del finado, no dio su colaboración, ni quiso cargarlo en el recorrido del cortejo hacia el cementerio, por el mucho asco y repugnancia que sentía hacia el difunto.
Intentaron sellarlo el sepulcro varias veces con el albañil pero aún continuaban saliendo. De allí no sé qué más ocurriría,  seguramente  los gusanos ya  habrán terminado de salir, o aún  seguirán….

       “Pues así, como  en el principio, en el génesis del mundo, por la mujer vino  el pecado original a la humanidad; a mí, por ella me  vino la desgracia. Mi esposa debió hacer esa obra de misericordia que Manuel Jesús necesitaba. Esos actos piedad se deben hacer sin mirar a quien,  como el refrán dice: haz bien y no mires a quien. Ella sin medir consecuencias   hirió el sentimiento del pobre mendicante que tan triste y despreciado se fue de la casa. Por no controlar sus expresiones y emociones, como  dicen, que la palabra mal hablada  es más mortal que la espada afilada, y eso es lo que pasó con ella. Yo creo que por eso Dios se resintió con nosotros y nos envió todo su castigo, su iniquidad y sus imprecaciones” –se decía siempre el tío Lule culpando a su esposa de sus desgracias, porque él sabía que hacer misericordia a la gente era una costumbre en el lugar y una enseñanza que los padres daban a sus hijos y estos deberían trasmitirlo de igual forma a las nuevas generaciones
    El tío Lorenzo recordaba de los cuentos y leyendas que contaba la difunta Juanita Ramírez cuando iba a acompañarles en las noches que procesaban artesanalmente la chancaca. De esos  trajo a su memoria  el cuento de un gran señor que negó su ayuda a un mendigo. Ese gran hombre que poseía todo, pero no acostumbraba hacer  obras de misericordia con nadie: dar de comer al hambriento y dar  de beber al sediento, vestir al desnudo, visitar a los enfermos…No cumplía con esas obras de filantropía  porque la fatuidad y la petulancia de su  alta investidura hacían crecer su orgullo hasta excelso grado, y  su repudio y animadversión que sentía hacia  los indigentes, era extremo.
Cierta vez un hombrecito de cuerpo enjuto, de  aspecto detestable y vestido de harapos llegó a la casa de ese hombre que vivía suntuosamente con su familia, y que nunca acostumbraba ser generoso con el  prójimo. Este indigente personaje llegó pidiendo que le regalara comida y agua para beber. El mendigo le suplicó  que le favoreciera, sin embargo él se negó y con palabras ultrajantes lo despidió. Nunca pensó de quien se trataba.  Ese anciano menesteroso  después de salir  de la vivienda donde lo  despreciaron, por la tarde se dirigió a la casa de una señora de tan precaria situación y de modesto vivir  para pedirle  posada.
Cuando el hijito de la señora se había ido a recoger agua de un pequeño manantial que se ubicaba cuesta abajo de su domicilio, vio venir a un ancianito por la curva del camino, y el único destino hacia donde arribaría, era su  humilde morada.  Entonces, en ese momento fue corriendo a dar la noticia a la mamá del huésped que venía. Mientras salieron a verlo, el ancianito  ya estaba llegando. El niño no podía  creer,  lo tanto que  había avanzado en caminar, si la distancia entre la curva y su vivienda no era tan cerca, en su mente se quedó martillando la pregunta, cómo había caminado tan rápido… Era increíble. Bueno, ya estaba allí. Era un hombre octogenario y andrajoso, estaba  con la camisa y los pantalones  lleno de remiendos. Tenía la barba blanca y desarrapada,  la frente medio calva, el pelo cano y su aspecto amical y asequible.
     Traía  en el hombro una alforja de colores muy usadita. Le hicieron descansar afuera en el banco, mientras  preparaban algo para darle de comer. Como era  costumbre en  ellos  y en todas las familias modestas  invitar  a todo huésped, una comida aunque a lo pobre, la señora se dispuso a cocinar, a pesar de que también vivía de la caridad de los vecinos. Por esos días no tenía  nada en su dispensa,  lo único que resolvió en esos momentos, fue cocer el maíz que  tenía guardado para  semilla. Eso lo preparó junto con  dos huevos que lo jaló  del nido de su gallina. El maíz que estaba destinado para sembrarlo se encontraba  en una ollita de  arcilla en un rincón de su terrado, era  la cantidad justa  y medida para su chacra. Una parte de ella la cocinó, y después que dio tres hervores la sirvió a la mesa acompañado de un huevo pasado y una taza de agua de hierbaluisa, luego lo llamaron para cenar.
     Por el gesto de compartir con los pobres el ancianito agradeció profundamente con incontables dioselopagues. Luego le acondicionaron una cama para  que descanse, pero él no aceptó, prefirió dormir en el corredor. Insistieron tanto, ni aun así lo persuadieron. Afuera en el banco le arrumaron frazadas para protegerlo del frío. A la mañana siguiente cuando se levantaron, el anciano ya se había ido.
    Al poco tiempo llegó la época de siembra de maíz. La señora mandó a preparar un día de yunta en su terreno. El día que se realizó la siembra,  la semilla sobró. Para que no se malversara, mandó  arar otra parcelita contigua, aun así sobró  un puñado. Esto si fue  un milagro sin explicación.
  Por esa época vino una sequía que azotó y asoló a los sembríos de  las  comarcas aledañas. Todas las chacras  que ya estaban por deshierbo empezaron a marchitarse y fenecer. Daba pena ver cómo las plantitas que por las noches   bebían felices  algunas  dulces gotitas de rocío, amanecían con sus hojitas abiertas y lozanas, pero  al medio  día con la intensidad luminosa de los rayos solares se  agostaban hasta chamuscarse. El cielo desde que amanecía hasta que anochecía estaba azul, bruñido y terso. Las nubes se habían ausentado totalmente. El sol por las tardes al momento  de ocultarse se  quedaba un largo rato  suspendido en el horizonte  y el lento crepúsculo formaba una franja de arrebol incandescente y suntuoso que desaparecía en lontananza. Esa era una característica de le época de sequía y  de una consecuente hambruna.
       A veces por las tardes, los movimientos de traslación de la luna, sobre todo la luna nueva o el cinco de luna daban la esperanza de alguna lluvia pasajera, al asomarse a las aristas de las cordilleras unas nubes oscuras. Cuando eso veía  toda la gente, cría  que la lluvia ya iba a venir. Algunos  más supersticiosos anunciaban que el aguacero ya iba a llegar cuando en su sueño veían pastar grandes manadas de ovejas negras. Ciertamente a los dos o tres días  el cielo se cubría de nubes oscuras y la lluvia  aparecía como un manto  blanco cristalino que se precipitaba con violencia, pero solamente llegaba hasta las laderas donde vía doña Filomena.
   Los arroyos que arrastraban diáfanas agüitas silenciosas se secaron, los puquios también, solamente en las noches o en las madrugadas encontraban agua; el único vertiente que nunca se secó, fue el que nacía por entre las raíces de una planta de chirimoya. Al que la gente le llamaba El ojo de   las Chirimoyas, porque allí había como veinte plantas de esta fruta. La vertiente no se secó porque no lo mataron a la serpiente que allí vivía, que según los pobladores veteranos decían que era la madre del agua y le llamaban la Yacumama. Era una serpiente grande  de cuerpo verdoso, la que cada vez que les escuchaba llegar, corría a meterse dentro de las pircas o debajo de las hojas secas  de las plantas de guayaquiles. En otros  lugares los ojos de agua se desparecieron, porque lo habían muerto a las yacumamas que asustaban mucho a los niños y a las mujeres.
    Cuando todos los cultivos se secaron,  recién llovió. Dos tardes seguidas lloviznaron granizales por todas las comarcas, humedeciendo con suficiencia a la tierra sedienta. La chacra de la señora Filomena, el bienhechor personaje, la que  dio  posada al ancianito, fue la única que se  salvó, porque hasta allí  llegaba la lluvia cada vez que había celajes. Además por ser un lugar cercano a los extensos bosques de robles y palmas que todavía  no eran talados por los depredadores, también  porque  estaba ubicada bajo la sombra de los cerros.
Cuando llegó el tiempo de la cosecha toda la gente de las parcialidades vecinas habían agotado sus graneros y atravesaban un hambre inmisericorde.
La única señora que podía auxiliarles en esa angustia, era doña Filomena Buenaventura, la bondadosa viuda. La gente concurría  en grupos para que les  vendiera algo de su cosecha. Ella con esa voluntad y cariño que todo pobre entrega al prójimo, les repartía sin pena, sin excusas, ni reparos. La chacrita sin exageración había multiplicado su producción. Cada planta tenía tres y cuatro mazorcas de las cuales recogía una o dos para darles a sus visitantes. Al día siguiente cuando llegaban nuevos huéspedes,  la huerta aparecía intacta.  Esta señora les obsequiaba  maíz a todos los que concurrían a visitarla, sin remilgos  ni mala cara; les cedía nomás con toda su  voluntad. Y, a quienes querían  pagar con dinero lo que  ella les daba, no les recibía.
     Cuando estuvo seco el maíz, lo cosechó. La producción  se había triplicado. Su terrado se llenó de extremo a extremo,  la  parte que sobró lo guardó en guayos en todas las vigas de su casa, y aún en los árboles de  su patio.
Así  fue que Dios le multiplicó su cosecha porque supo compartir con el  prójimo de lo poco que tenía y con toda su voluntad. En tanto que del señor de alto linaje y de grandes fortunas que no se dispuso dar  al pobre  el pan de su mesa, se le desapareció para siempre sus manantiales y puquiales… Ese humilde y andrajoso anciano pudo ser Dios disfrazado de mendigo, el  que multiplica las cosechas de quienes hacen misericordia y pone su mano siniestra a quienes no lo hacen. Sobre este hecho el acaudalado señor   no creía, él decía que sus fuentes de agua  se habían desaparecido, porque los cangrejos  habían llevado las vertientes  por dentro de la tierra a otros lugares.
“Quizás  Manuelito Jeshu fue el mismo Dios personificado de mendigo  que vivió en nuestra parcialidad para que todos hagamos misericordia de él.  Sin embrago, cuando llegó a mi casa mi mujer no lo atendió de buen gusto. Por eso a mí me castiga y me manda todas sus desgracias”- se decía el tío Lule culpando a su mujer.

De la misma manera que murió  don Manuelito Jeshu, abandonado por el campo como un animalito, falleció  su hija,  la más querida, la más bonita del lugar: su Lupita. Ella feneció al pequeño descuido  de la familia y en plena intemperie, desgarrada y asesinada por los perros.
Quien iba a creer que eso le ocurriría a  la más bella de toda la jurisdicción, a  la flor más linda de los jardines, a la reina de la primavera, a la que todos adoraban por su belleza. Y no solamente  por ello,  sino también sus nobles bondades y dulce  carácter. Por todas estas cualidades, cuanto la admiraban  los jóvenes de la vecindad  y de las comarcas circunvecinas. ¿Quién iba a pensar que  eso sería su destino? Siendo ella la más reverente en su tratar, la más sencilla en su lenguaje y no  tan coqueta como su prima Pepita, la que también era  muy  simpática.
     Las dos eran cabellos de oro, tez de nácar, pétalos rojos como los claveles  de los jardines primaverales y los ojos tan claros como los finos cristales del cielo azul. La diferencia entre ellas era la talla,  las miradas y  la sonrisa. Lupita era más delgada y más alta,  Pepita más pequeña y gordita. Lupita era recatada y formal, mientras que su prima tenía las  miradas vivarachas y andaba siempre con la sonrisa en los labios. Por eso su mamá   decía  que su hija antes de que se case  había tenido un  montón de enamorados, unos con fines serios  y otros como pasa tiempos.
    Muchos jóvenes ya se creían novios de Pepita porque les había dado el sí, pero en el momento menos pensado resultaban desplazados por cualquier otro forastero. Esto ocurría más que todo en las fiestas patronales. Cada vez que algún joven llegaba a  participar de los actos celebratorios, ella estaba allí mirando quien destacaba en el deporte o quien gastaba más en la cantina. Pues, si alguien mostraba estas cualidades o apariencias, aparte de las físicas y atractivas, de inmediato indagaba información sobre su procedencia, y sin dudar mucho, los aceptaba. Por eso en las fiestas patronales o familiares donde ella asistía, daba miedo las riñas y peleas.
Estos casos ocurrían cada vez que Pepita salía a bailar  cuatro, cinco, seis bailes consecutivos con otro, dejando su  enamorado;  y si con ese se coqueteaba, se dejaba hablar en el oído, se reía o bailaba abrazada, era  porque ya estaba enamorándose de él, o lo hacía  con la finalidad de crearle celos a quien supuestamente amaba. El galán al sentirse burlado; impaciente y frustrado, reaccionaba armando una gran  pendencia. Las peleas no solamente se realizaban a mano limpia, sino también a botellazos, machetazos y hasta balazos. En estos pleitos  casi siempre salían agredidos  inocentes y pecadores.
Todos los que estaban en una fiesta de bautizo recordarán que un  joven  que vino de una lejana comarca  de la región alto andina motivado por la información de la singular belleza de Pepita, como rey mago que llegó a Belén a ver  al niño Jesús, guiado por una estrella luminosa. Ese joven creyendo tener la ventaja de ser descendiente de una familia adinerada arribó en su busca, con la finalidad de desposarla .Cuando el sol estaba en todo su esplendor apareció acompañado de dos amigos sobre briosas acémilas, con el pretexto de participar en la fiesta de bautizo que celebrarían sus tíos en tercer grado, donde también estaría invitada la señorita Pepita.
     El joven al ver a Pepita se quedó deslumbrado y totalmente embelesado. Inmediatamente, después de su asombro buscó formas de hacer amistad con ella. Pues, como a nuestra simpar personaje le gustaba los enamorados forasteros y con la ilusión de elegir  el príncipe de sus sueños, tan rápidamente fue  aceptado. Esa noche de la celebración les hizo pasar momentos muy tensos. Al inicio salió a bailar con ese joven  varios bailes consecutivos. Luego, en un momento de descuido se fue a bailar con  otro que desde hacía rato la había estado mirando con pasión ardiente y loco amor. Pues, como el chico seguramente  fue de su  agrado, que a diferencia del anterior que se notaba adusto, él  tenía las miradas  coquetas y  el rostro más  risueño, por eso continuó bailando con él, sin perderse una pieza musical. Es decir, terminaban un baile y empezaban otro.
Se sentaban juntitos, conversaban, cuchicheaban y se reían burlonamente. El primero, apenas terminaba la canción ya estaba paradito esperando para contratarla  por la siguiente pieza musical. Sin embargo a Pepita que no le importaba los sentimientos de los hombres, le decía que después, después; el siguiente, y así lo tenía veces y veces  engañándolo. ¡Pero  vayan a ver cómo bailaban las fugas de los huaynos con el otro! Recorrían abrazaditos por todo   el salón al calor de la risueña ovación y aplausos de todos los asistentes. Para demostrar su coquetería   se dejaba  pasar el pañuelo por entre las piernas. En el garbo y requiebro de las marineras  se dejaba besar la cara y  la piel rosada de la  rodilla al momento que terminaba la melodiosa  canción norteña. Y para burlarse aún más del otro, lo hacía sonar  bien fuerte, como para que todos lo escuchen y lo aclamen: chooooocc...
Estas negativas, mofas, burlas  y sátiras  irritaron tanto  al joven galán  que  había venido desde muy lejos por conseguir  el preciado amor de Pepita. Este se puso tan furioso cuando otra vez fue rechazado con la palabra: después. Para desfogar su saña y su impaciencia lo  cogió  del brazo y quiso obligarla a bailar con él .Entonces, en ese momento el otro enamorado  salió en defensa de su danzarina y empezó la riña.
      Él, primero sacó su revólver y empezó a disparar al aire con la finalidad  de amedrentar a los asistentes que podrían  meterse  a pelear. Este suceso causó mucha tensión y zozobra en los invitados, sobre todo en  las  mujeres que habían subido a sus hijos pequeños  al terrado para que durmieran mientras ellas apoyaban en la cocina y disfrutaban de la fiesta. Fue un grito al unísono: “¡Lo mataron a nuestros hijos!”. Por suerte  no murió  ninguno, las balas habían pasado por su lado sorteando la vigas a clavarse en la cumbrera.
     El dueño de la casa trató  de impedir el desarrollo de la gresca, sin embargo, no fue  posible. Los enamorados repartían puñetes y patadas de alma y vida, a diestra y siniestra. Al final de la pendencia hombres y mujeres recibieron golpes  sin temeridad, al menos después que rompieron y apagaron los candiles y linternas,  fue una batalla campal de donde todos salieron malheridos. El primero, como visitante y familiar cercano del dueño de la fiesta, avergonzado de lo que había hecho, en cuanto se reflejaron  indicios del nuevo amanecer,  ensilló su caballo a la luz tenue de la luna y partió  acompañado de sus amigos, sin conseguir nada de lo que había venido buscando. El segundo, así mal herido  quería que la riña se reiniciara, y para azuzar  que  eso ocurriera, recitó estas coplas que satirizaba a su contendor:
Gavilán de tierra ajena
Que en busca  de polla viene,
gavilán vuelve a tu tierra
que la polla dueño tiene.
 El sobrino para no sentirse tan burlado, contestó:
Paloma de esa calaña,
Yo no venía  buscando.
Seguro que cualquier día
Con otro me estaría engañando.
El otro enamorado haciendo alarde de su triunfo, declamó esta otra colpa
La polla no  va contigo
Porque eres desconocido,
Ella se queda conmigo
Porque soy su preferido…
El visitante para no quedarse atrás y denotar que se iba intimidado,   mirando a Pepita, declamó:

 ¡Ay!, palomita traicionera
Que pasas de mano en mano,
Por tus vanas pretensiones
Te quedas con  un tirano…
Pepita aludida por las confianzudas  expresiones de los dos pretendientes, quiso restarles potestad de su persona, diciéndoles:
Yo soy como el lirio del campo
Que en cualquier tiempo florece,
Mi corazón está libre
Que a nadie le pertenece.
Pero para evitar que el conflicto se reiniciara, se abstuvo en responder.
     A la gente que le gusta el chisme y desvirtuar la realidad, decían  que ese joven aprovechando la confusión y la oscuridad de la madrugada la acompañó a Pepita hasta su casa.  Y que por el camino se extraviaron más de dos horas y en esa ocasión la había perdido su honra. Sin embargo su mamá  garantizaba la virginidad de la hija, argumentando que ella estaba bien aconsejada y que su integridad solamente la perdería en el día del matrimonio. Además, Pepita en los lances del amor actuaba con  mucha discreción y sapiencia, era tan sagaz que podría compararse con Preciosa, el personaje principal de La Gitanilla, novela ejemplar de Miguel de Cervantes Saavedra. Asimismo decía que ella le había enseñado todos los secretos para defenderse de los hombres que tenían malas intenciones e inicuos propósitos. Incluso afirmaba que le  había enseñado uno que era muy eficaz, que al más fogoso y atrevido, al momento que quisiera hacerle el amor a la fuerza, se le bajaba toda la erección. Por eso es que varios novios al no poder conseguir nada de ella antes del matrimonio, se retiraban  sin que nadie sepa el porqué. 
Así, en tantos devaneos conoció a buenos y malos enamorados. Algunos de ellos llegaron a pedir la mano con padrinos y regalos, otros, no; simplemente se distanciaban sin dar ninguna explicación y los más educaditos, dando a saber el motivo. Pero había uno que se llamaba Audías, el más perseverante de todos, quien ocupaba los intervalos que dejaban los demás pretendientes. A penas sabía que alguien se había ido, inmediatamente se iba a suplicarle  para que se casara con él. Pepita algo sentía por él, pero su orgullo y su  ambición que estaba cifrada en la belleza física o en el dinero, no  le permitían; solamente lo utilizaba al pobre mozalbete  para sentirse importante y disimular su abandono. Con él  pasaba horas enteras conversando por los caminos o en la quebrada a donde ella iba a recoger agua o lavar.
El pobre joven cómo se entristecía, su corazón y su alma vivía desgarrando ríos de lágrimas, cada vez que alguien  pedía la  mano de Pepita, su  eterna esperanza, la mujer que soñaba que tal vez fuera suya; ilusión que nunca la perdía. Con el paso del tiempo su corazón se endureció tanto que  se puso más sólido que el pedernal, ya no sentía las puñaladas de los celos; el único afán que tenía era, que volviera algún día a sus brazos castigada por su presunción y su vanidad.  Y él, a pesar de todo, la perdonaría.
     En sus  cinco años de hermosa primavera desde que abrió sus hermosos pétalos hasta  que se disiparon floridos y lozanos,  los miles de besos que  recibió no los marchitaron, por el contrario, fueron gotas de miel que alimentaron su belleza...Hasta que un cholo churre como decía su madre no la  dejaba tranquila, en  todo  momento la perseguía, y  a todo sitio, hasta   que consiguió su aceptación.  Yo no sé porque  lo admitió― comentaba la señora―quizás por ser profesional, porque de no ser así, yo en el lugar de mi hija, con la belleza que  tiene, no le hubiera aceptado, la hubiera arreado de mi casa junto con mis perros, qué pasaría con ella, quizás la habría embrujado. Bueno pues, aquí se cumple el adagio popular que dice: “La mejor carne lo come el perro”.
    Cuando el matrimonio se realizó, lo celebraron con gran pompa, fue apoteósico y encomiable. Nadie se había casado así como ella,  ni las hijas de don Bernardino Zamora  que era el hombre más solvente de la jurisdicción. Para  conformar la caravana nupcial habían contratado varios vehículos, entre automóviles, camionetas y camiones  en los cuales se trasladarían todos los invitados y familiares.
      El salón nupcial lo habían mandado a decorar muy elegantemente como para  darle gran celebridad y solemnidad a la ceremonia. Al piso entablado le habían regado abundante petróleo. Las sillas de madera estaban colocadas en todo el perímetro del salón, al frente habían colocado un largo pupitre de madera,  y  tras de él, cinco sillas  con espaldar tallado de figuras  zoomorfas y tapizados los asientos  con terciopelo azul.
    La Iglesia Católica  también lucía muy bien decorada, ya que por esos días el pueblo estaba celebrando su fiesta patronal  en homenaje  a  la santísima  virgen de la Mercedes, Patrona de los reclusos, cuyos   altares estaban adornados  con papel cometa y lustre de  variados colores con el arte de origami. Después del matrimonio civil se  trasladaron  a la iglesia donde el padrecito Juan José Miranda los esperaba con la Biblia sobre el púlpito y el cáliz  en la mano...Para los que nunca  habían visto la simpar  belleza de la novia, era una admiración, todos decían que era más bonita que la virgen, más rosadita incluso, ya que la santa imagen  lucía el rostro  más pálido.

Cuando pasó por su lado para  entrar a la iglesia todos los invitados  estupefactos decían: !Qué bella!, ¡Bellísima! !Un ángel!... Y el novio, una sombra en su lado, el cabello hirsuto como pajonal de cerro y bien negro. Debajo de sus pobladas cejas mostraba unas miradas esquivas, que le daban al personaje un aspecto hosco, desagradable y apático. Adentro, al momento que ingresó, los santos que estaban en sus altares se quedaron pasmados, embelesados y atónitos al ver la beldad de Pepita, y   el palco de la Virgen  y los vidrios catedral de las ventanas  se iluminaron…
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