jueves, 8 de febrero de 2018

EL TABARDILLO




EL TABARDILLO

Una noche de manifiesto novilunio cuando el apacible cielo había tendido su manto sideral sobre los fértiles campos y las altas colinas del cerro Balcón, tras esa abismal oscuridad aparecían algunas estrellas madrugadoras con luz titilante y brillando azul entre la tenebrosa inmensidad, dejando apreciar ligeramente a los grandes ejércitos de nubes orientales que impulsadas por los vientos nocturnos venían a plegarse con otros extensos nubarrones que asomaban de occidente. Éstos al fusionarse formaban gigantescos cúmulos de gasas lóbregas, que al mirarlos detenidamente parecían estar fijos en el inmenso cielo sinfín, enlutando por completo a los poéticos campos del Verdetostén.
Aníbal Mondragón tuvo dos sueños tan verosímiles, los más cómicos y teatrales de su vida. ¡Quién podría interpretarlos? ¿Quién podría descifrarlos?
Durante el día estuvo trabajando como peón en un deshierbo de plátanos en la chacra de don Eusebio Padilla. Allí había derrochado toda su energía. Su cuerpo estaba lánguido, sus brazos débiles; su espalda sensible por los ardientes rayos del sol que todo el día había soportado. La rudeza de la faena se apreciaba en su camisa al observarse dibujadas en ella grandes manchas salinas producidas por el sudor. Su agotamiento se debía a que don Godo Fernández les había fatigado todo el día en el trabajo; este peón tenía por costumbre agotarlos y cansarlos a sus compañeros cada vez que le daban la oportunidad de ser el capitán de la cuadrilla. Pues, en tantas jornadas lo elegían como tal, por que llegaba temprano al trabajo o cuando los vecinos lo contrataban para ese fin. Ese día a don Aníbal Mondragón le acompañó la mala racha, ya le tocaba los surcos más anchos, ya los más pedregosos o ya los más herbosos; tanta era la adversidad que hasta las piedras se rodaban a cada rato a sus pies, incluso, la lampa Pava, su querida compañera que nunca le fallaba, ese día saltó bruscamente  sobre su pierna  y le produjo un enorme corte y un intenso y agudo dolor que su corazón se le quedó cimbrando por un largo rato; de tal manera que la suerte ese día estaba echada para él. La fatiga le cundió igual  que la nube gris cubre al otoño, oscureciendo por completo el silencioso mutismo que ya ocultaba en su ser.
     Aníbal Mondragón de manera inhabitual, esa noche se dirigió a su alcoba más temprano que en las anteriores. Era frecuente en él, quedarse después de cenar entre una y dos horas planificando sus faenas cotidianas de cada semana o conversando anécdotas que les ocurrían a los peones en el trabajo; aunque hacía quince días que sus hábitos habían cambiado por completo, se quedaba solo un momento alrededor del fogón y allí permanecía mudo, pensativo y ensimismado hasta la hora que se retiraba a su lecho.
      Fredesbinda Gamonal Vargas que así se llamaba su esposa, como de costumbre en las noches se quedaba en su cocina dos o tres horas junto a la lumbre pálida de un candil, ya para hilar su rueca, ya  para ovillar las madejas, ya para torcer los hilos; mientras que en las rojas brasas del fogón  se cocinaba el alimento típico de los peones para el día siguiente: el mote. O a veces se quedaba para abandonarse en sus obstinadas meditaciones, en sus tercos remordimientos o en sus acopiados rencores de antaño, que aprovechando la mansa tranquilidad del silencio y la inmensa soledad de la noche se entregaba a ese tipo de cavilaciones, hora tan propicia para ello.
   Al día siguiente habrían peones en deshierbo de yuca abajo en la hoyada, en el fundo de la Taya.
     Las horas de la noche pasaban lentas como las nubes nocturnas. Fredesbinda al escuchar el canto de un pájaro agorero que cruzó silbando muy cerca de su casa, su cuerpo súbitamente se espeluznó al sentir esa fría corriente de terror, inmediatamente despertó a sus hijas que dormían a su alrededor sobre los cueros de las borregas, las levantó y las condujo así medio dormidas hasta el dormitorio. Ingresando en él, los acostó en su cama y ella se metió a la diestra de su esposo dejando el lamparín prendido. Él no sintió su presencia, sin embargo minutos más tarde empezó a manotear, arrojar las cubrecamas y balbucir palabras inaudibles e ininteligibles; de esa manera dio inicio a la primera escena de su drama onírico. Pues, quién lo hubiese visto y oído a don Aníbal Mondragón botando los brazos y hablando disparatadas, hubiera pensado que estaba volviéndose loco o representando una actuación dramática; y, cada vez que la encontraran, se reirían de él  hasta tener dolor de estómago.
     La segunda escena comenzó con movimientos más bruscos haciendo exagerados esfuerzos para levantarse de la cama y dando gritos inexplicables. Ella tuvo intención de hablarle o moverle para que despertase; pero se detuvo porque tenía por cierto la creencia de que hablarle a los sonámbulos o a los que balbucen en su dormir, éstos quedarían trastornados o locos por toda su vida. Después de varios intentos que hizo se tranquilizó hasta quedarse dormido en un apacible, manso y sordo sueño. Pero media hora después se le escuchó exhalar rudos ronquidos: joooo, joooooo, joooo...; sonido onomatopéyico que por instantes aumentaba la intensidad de su volumen llenando la casa con su rumor, y, cuando disminuía apagaba por completo el silencio de la noche. En ese ritmo estuvo un largo rato, aumentando y disminuyendo, aumentando y disminuyendo el runruneo...Cuando el ruido cesó, el ambiente se quedó enmudecido y en sosegado sopor.
        En el pecho de Fredesbinda Gamonal el odio y el rencor estaban anidados como sierpes que duermen en un solo nido y que despiertan al mínimo sonido de un  rumor, listas para agredir a quien se las toque o a quien con ellas choque. Estando acostada al lado de su esposo sentía que el rencor crecía como lanzas punzocortantes que penetraban en diversas partes de su sensible pecho, haciéndole tantas cribas como espacio ya  podía caber. De igual modo, el odio ahogaba su pecho y se anidaba muy duro en su cuello a medida que transcurrían los días desde acaecido el fatal acontecimiento: la muerte de su hijito. Estas dos iniquidades le impedían conciliar un tranquilo sueño y a su alma la tenían enturbiada en medio de una borrasca de dolor.
       En una tercera escena de intensa intriga y de máxima exhibición del drama, se le escuchaba articular palabras más audibles, más nítidas y más patéticas; en ellas  expresaba ciertos clamores que evidenciaban la claridad de su aflicción. A medida que aumentaba su desesperación se comprendía que se trataba de un parto inusual, insólito y extraño, nunca antes visto en el mundo entero. Pues, se le escuchaba decir: voy a parir, «¡Vayan a traer a la partera!»,¡vayan a llamar a mi comadre!, estoy con dolor de parto, ¡voy a parir!... ¡Ya me cogen los dolores, y cada son más fuertes, más intensos, más dolorosos!... ¡Pero corran..., avísenle!...¡Los dolores me matan!... Y daba gritos desesperantes: ¡Ayy!,¡Ayyyy! ¡Ayyyyy! ¡Ayyyyy...! ¡Mi barriga se rompe! ¡Mis caderas se abren, se parten, se rasgan! -Gritaba angustioso el hombre aferrándose bruscamente a la escalera-; allí emitía gritos tremebundos: ¡Me muero, me muero! ¡Sálvenme...! ¡Auxílienme...! ¡Socórranme...!  Luego cogió una cubrecama la tendió en el piso, y se acostó abriéndose de piernas. Allí se retorcía haciendo fuerza, tanta fuerza como movimientos descomunales hacía para poder parir; pero nada, todo su esfuerzo parecía inútil..., era imposible.
     Fredesbinda –se decía- está complicado su alumbramiento entre sordas risas y calladas carcajadas. Él seguía acostándose y levantándose, acostándose y levantándose, veces y veces...; abrazándose en la escalera hacía tantos denuedos desnaturalizados, y nada. «¿A qué hora llega la partera? -decía –. Se volvía a acostar en el suelo, se cogía el abdomen, sus partes inglinales, sus caderas y volvía a dar gritos desaforados e impacientados. El drama que exhibía Aníbal Mondragón era realmente jocoso y extremadamente cómico. Fredesbinda para poder contener su risa, se cubría la boca con sus manos evitando no hacer mucho ruido; pues, si hubieran presenciado esta festiva escena doña Malquita, doña Agustina Pérez y doña Amalia Roque, como eran tan reilonas y escandalosas en sus carcajadas, seguramente se habrían orinado en sus calzones de tanta risa; y quizás lo mismo le hubiera ocurrido con cualquier asistente a un teatro, ante una escena   tan comediante  como esta.
     Quejándose, quejándose se había quedado dormido otra vez en sosegado y tranquilo sueño hasta el día siguiente, sin sentir siquiera el alegre canto de los gallos, ese ruidoso pregoncito con el que anuncian cada nuevo amanecer. Fredesbinda continuó despierta no sé hasta qué hora, tan entregada a sus amargas meditaciones y aburridos resentimientos que a esas horas porfiadamente le martillaban su pecho, y abrían de par en par los cauces del dolor, sin saber hasta cuándo ni cómo remediarlo.
     Había pasado quince días de la muerte de su hijito. Los recuerdos yacían tan recientes como si los hechos hubieran acontecido en aquel instante, estaban sangrantes y desgarrantes como una llaga que al tocarla, inmediatamente chispea sangre por todos lados. Las frías miradas, secas y profundas que utilizaba Aníbal Mondragón en su mirar, eran agudas espinas que punzaban la herida abierta del corazón de doña Fredesbinda. Las acuciosas informaciones que solicitaban las vecinas sobre la muerte de su bebito, eran cardos que laceraban su dolor. El estigma que había causado la muerte, era tan profunda, abismal y desbarrancada;  que por más que el tiempo transcurriera, que es el mejor el bálsamo para el olvido, nunca  cicatrizaría.

       Recordar a su hijito llorando entre sus brazos, durmiendo en su cuna, haciendo muecas de sonrisas; y luego, intempestivamente verlo morir, era para la señora Fredesbinda, reminiscencias imborrables. La muerte súbita era inaceptable; aquel niñito que iba a ser el patente retrato de padre, don Pío Gamonal Cabanillas, su imagen y semejanza: su rostro coloradito, su nariz perfilada, su frente espaciosa y calva, sus  pestañas largas que se rizaban por encima de sus ojitos de pupilas verdeoscuro; aquellas que se pondrían verde claro y brillantes cuando sería grande; esas, jamás las podría olvidar.
     La   muerte súbita que le segó la vida en menos de dos horas a su indefenso parvulito, a su ñañito, a su angelito, a la prenda de su corazón, al retrato de ascendencia. ! Era un hecho irreparable! ¡Qué pena...! ¡Qué desgracia...!
      En el momento en que estaba preparando la merienda para los peones; escuchó un extraño grito de su bebé, que al oírlo inmediatamente dejando todo su quehacer corrió a verlo; luego de sacarlo de la cuna y darle sus pechos lo observó cuidadosamente todo su cuerpecito para ver si algo le había ocurrido.... El reciennacido no aceptó la leche de sus senos, por más que ella insistió, él no admitió nada; por el contrario  se desgañitaba gritando, y cada grito que daba en desmayos momentáneos terminaba. Era inexplicable el motivo de sus gritos. Momentos después cuando la tenía entre sus brazos empezó a morotearse las orbitas de sus ojitos y de sus labiecitos y el volumen de su vocecita fue apagándose débilmente. Estos signos funestos dieron la voz de alarma a la señora Fredesbinda, que pensó que algo grave podría ocurrirle. Viendo este drama se desesperó, y no quedándole otra alternativa tuvo que recurrir donde su comadre Eloisa Becerra, la partera y madrina de suelo del hijito, para que de emergencia lo atendiera en este caso de extrema perentoriedad. A toda prisa entró en su cocina, cogió su chal, echó la hierbaluisa a la tetera, las arracachas a la olla, cargó su bebito y corrió. En esas circunstancias no importaba más, que salvar la vida de su ñanito. Su comadre, la curiosa doña Eloisa Becerra, quien con su experiencia de veterana curandera había vencido victoriosamente a tantas enfermedades desconocidas y sanado a cientos de enfermos de dolores agnósticos y de patologías ignoradas; supuestamente ella conocía los secretos terapéuticos para sanar a su hijito: ella sería la solución.
      A paso ligero cruzó la quebradita de aguas claras, la única que les abastecía con su líquido elemento durante toda temporada del año; esa que sus diáfanas agüitas bajaban dando sordos saltos por en medio de una oscura roca hasta desaparecer por dentro de un zanjón orillado de verdes arbustos. Dándose prisa recorrió la larga travesía que iba encallejonada entre espinudas pencas que alinderaban los terrenos del vecindario, las que a la vez  servían de cerco para impedir el ingreso de ganados vacunos y ovinos a las chacras de cultivo. Asimismo, estas plantas se utilizaban de materia prima para la elaboración de las sogas; actividad artesanal que tenía gran demanda en la zona. Luego de recorrer el callejón volteó por un trecho encajonado de bordes escalonados y abundante pedregal por donde cruzó a pasos desesperados y avanzaba a zancadas  el angosto sendero que todavía faltaba un largo tramo para llegar a la casa de su comadre; de pronto escuchó la voz de don Nicolás Solano quien con voz estentórea venía a su encuentro arreando a su engreída y afamada yunta, la más conocida por su brío y su bravura. Él, al tono peculiar de su voz caminaba avisando a la gente para que se quitaran del camino, y no quedaran expuestos a las cornadas de sus toros. Al toro « Bayo» lo llevaba adelantado y al «Choloque» jalado, este último que tenía las astas erguidas y los ojos fieros, era el más bravo, el más temible, el más agresivo; él era el que a todo el mundo amenazaba con astearlo, y el que  siempre andaba corneando los poyos y los árboles, rascando tierra y pitando; al único a quien obedecía, era a su dueño.
      Doña Fredesbinda que estaba tan quebrantada físicamente, no teniendo otra escapatoria para librarse de este inesperado encuentro de los toros bravos, haciendo un sobrenatural esfuerzo, igual que gato techero, como pudo subió a una planta de chirimoya que se encontraba en la orilla inferior del camino; para que así don Nicolás pasara con su yunta. Al cruzar por su lado, el toro más cimarrón comenzó a bufar, a rascar tierra y cornear las paredes del rústico camino. A su dueño por más que lo jalaba, no le hacía caso, seguía escarbando el suelo, tumbando tierra con sus astas y dando bramidos asustadizos; demostrando con estas acciones taurinescas, su fiereza y su bravura.
       Luego acercándose al chirimoyo corneaba tenazmente al tronco, hasta hamaquearlo con cada embestida que le daba; en tanto que doña Fredesbinda arriba en el árbol gritaba de miedo aferrada en las ramas. Don Nicolás tiraba enérgicos jalones a la soga para que el toro cesara sus embestidas, pero nada; al fin, cuando le gritó con tono dominante y furioso:!Teza toro, teza!,!teza Choloque, teza!,el enfurecido animal al temor de la voz prepotente de su dueño, cedió. Por fin pudo descender y continuar su camino. Al bajar del chirimoyo sintió que otro torrentoso flujo de sangre se desprendió de su vientre, que casi la hizo desfallecer; pero como toda mujer andina, es heroica, valerosa y contumaz, a trancos y a zancadillas redujo el camino y en minutos llegó a la casa de su comadre.
     Desde lejos nomás llamó: ¡Comadreee! ¡Comadreee! ¡Comadre Eloisa!, cuidado con los perros. La señora desde su cocina contestó: llegue, llegueee; ¡llegue nomás comadrita, llegueee!
-Buenas tardes comadre.
-Buenas tardes, comadre ¿Qué pue ya siasti levantau? ¡No, será pa bueno! ¿No le habrá doliu el parto, comadre? ¿No hace dos días que recién hasti dau a luz? -interrogó doña Eloisa con expresión de sorpresa y asombro, al ver a su comadre con el rostro marchito y desfallecido.
-Sí pues, comadre, aunque me haya doliu, tengo que cumplir con mi deber, porque el maldiciau de su compadre, me ha obligau el día de hoy a llevar comida para diez peones hasta arriba a Chucllapampa donde está  sacando el monte de la inverna.
-¡Qué...! ¿Y siasti levantau comadre?– replicó asombrada.
-Sí, y tuavía porque miay hecho tarde con el almuerzo, mia pegau delante de los peones.
-Ese mi compadre se pasó de ignorante y de malnatural, por cometer esos abusos merece una buena paliza, comadre.
-Eso sería bueno comadre, no solamente una buena paliza sino una pringada con agua hervida para que le sirva de escarmiento; enmiende, y aprenda a valorar a su esposa. Pero yo, no me atrevo comadre.
-¡Yo pues, comadre!, a mí no me va a venir con vainas, que bueno va a ser que abuse de esa manera, esas son acciones de hombres bárbaros y malvados, comadre. !Qué  espere, comadre!, ¡qué  espere!, ¡hoy día va a ver!, !hoy va saber lo que valen las mujeres!- puntualizó con tono amenazante.
-¡Ayy, comadrita! Antes que nada, quiero que de emergencia lo atienda a mi bebito, que está agonizando y a punto de morir.
¡A ver, a ver, comadre! ¿Qué cosa tiene? ¿Qué le está pasando? – preguntó con una mirada de espanto, y acercándose a su lado.
-No sé que tendrá, comadre- respondió con una mirada interrogativa y el corazón pedazos de dolor-, sus ojitos están moraditos, sus labiecitos también-, expresó ahogándose en su llanto.
-¡A ver...! -dijo doña Eloisa-, ¡bájelo!, bájelo rapidito, suéltele las manitas.
Desenliaron la larga faja variopinta que ceñía a los bracitos, luego le desataron el gorrito de tela ribeteado con blondas blancas, debajo del cual tenía una venda de algodón que cubría la mollera.
      Doña Eloisa Becerra frunciendo el entrecejo y moviendo la cabeza, diagnosticó: ¡Este muchachito ya no vive!, ¡le ha dau el tabardillo!; seguro que les has dau de mamar leche soleada y encima que has teniu cólera, sí eso es así, ya lo mataste a tu huahuita. Ya ve usté  sus uñitas también están negritas. ¡Tabardillo es! ¡Tabardillo le ha dau!
-Ay, comadrita, haga algo por favor, cúrelo a mi hijito, no le deje que muera, cúrelo, cúrelo por favor –suplicó con una genuflexión desfalleciente-, en tanto que a sus ojos acudieron rápidamente mil lágrimas de tristeza que  rodaron como perlas por sus húmedas mejillas.
-Bueno, comadre, por si acaso preparémosle un emplasto con sangre de cuy negro para colocarle en los piececitos y en la cabecita; y un extracto de flores y hojas de esas maravillosas plantas que aquí tengo en mi huerto,- dijo señalando algunas de ellas, que por esa época estaban florecientes y en pleno retoño. Ya, en ese momento de emergencia, para conseguir la leche de las tres mujeres, que también es un excelentísimo remedio y el más eficaz para curar este mal, sería muy difícil ir a buscar una mujer blanca que esté dando de lactar, una morena y una trigueña, imposible; aquí en el lugar, morena,  solamente doña Orfelinda Roque, pero ella ya no tiene hijo pequeño; blanca, doña Rosaura Vásquez, tampoco está dando de mamar; trigueñas hay varias, pero con un solo tipo no se prepara el remedio;  esa posibilidad quedaría descartada –acotó como apresurarse en preparar lo otro.
       Cuando la señora Eloisa entró a su cocina, los cuyes en su cuyero corrieron alborotados de un lado para otro hasta meterse debajo de una tarima. Al poco momento salió con un filudo cuchillo y un tazoncito de porcelana en una mano y en la otra un cuy negro pataleando. La señora inmediatamente cogió las patas del cuy entre los dedos de su pie, con una mano la apretó el cuello y con la otra le cortó la yugular, mientras doña Fredesbinda hizo la tarea de recibir la sangre en el tazoncito floreado. Doña Eloisa después de haber exprimido la última gota se dirigió a su jardín para recoger las hojas de los encrespados cachorrillos, de las verdimoradas lancetillas y las flores rojas de las espinudas rosas; luego los llevó a tostarlas en una callana que estaba calentándose sobre el fogón.
     Mientras se exponían al calor del fuego molió unos granos de maíz blanco en su batán hasta convertirlo en harina, a ello le agregó la sangre y el zumo de las hojas chamuscadas, todo lo batió en el tazoncito hasta formar una masa. Hecho el emplasto la colocó sobre la cabeza y en los pies del enfermito como estaba dispuesto. Del sobrante hizo un prodigioso jarabe al cual le agregó una cucharada de una agua cristalina que la vació de un frasquito que tenía la figura de un Rey que al parecer sería Agua de Azahares, y le adicionó otra, de un frasco que tenía el dibujo de una hermosa Damisela que en letras rojas decía: «Maravilla Curativa». De este jarabe le dieron de beber unas gotitas exprimiéndolo sobre su boquita con un algodoncito embebido de este remedio. Madre y comadre miraban con atenta observación todos los mínimos movimientos que podría hacer para reaccionar del moribundo estado en que se encontraba, con la esperanza de verlo reanimado. Algunas gotas las absorvió y otros las babeó. Dio dos hipos e hizo un pequeño movimiento de su cuerpecito y de sus manitas. Al ver estos signos de vitalidad doña Fredesbinda llenándose de ilusiones le dijo a su comadre: derrámelo el agüita de socorro y póngale su nombrecito, veo muchas esperanzas de que se cure mi hijito, récele una oración y una plegaria a Dios que Él nos estará escuchando.
     Doña Eloisa Becerra procedió a realizar el consuetudinario acto de cristianismo antes de los ocho días como era la usanza del lugar. Utilizando la flor de un clavelito rojo hizo caer sobre la frentecita la sacramental agüita preparada de maíz blanco endulzada con unos granitos de azúcar Candi. La roció haciendo la señal de la cruz, y rezando tres Padrenuestros tres Avemarías, el Credo y el Diostesalve; simultáneamente al derramamiento del agua del  socorro le asignó el nombre de Dagubertito.
-Doña Fredesbinda que estaba muy atenta a la ejecución de todo el rito sacramental, corrigió diciendo: Daguberto nomás que sea, comadre, porque cuando esté grande sus amigos se han de burlar de su nombre, ya que la terminación «ito» es para formar los diminutivos, pues, de quedar así, da la idea que fuera nombre de un niñito, y todos se mofarían de él como se burlan de don Juanito.
-Tienes razón comadre, pero ya no se puede rectificar.-acotó ceremoniosamente.
       Cuando concluyó con el acostumbrado acto de cristianismo, Dagubertito dio dos profundos suspiros en los brazos de su madre y dejó de existir. Fredesbinda Cabanillas al observar este aciago final se obnubiló y se anegó en medio de un profundo mar de tristeza. Allí gemía, gritaba, se exasperaba y ... ¡No puede ser! ¡No puede ser! ¡Haga algo comadre! ¡Haga algo!, tal vez sea solo un desmayo- exclamaba encabritándose y desgarrándose en amargo y penoso llanto. Llanto que bañaba el rostro del difuntito como una lluvia de lágrimas desilusionadas. Doña Eloisa al ver que todo el rostro se tiñó de negro entero certificó el fatal deceso del parvulito, diciéndole a doña Fredesbinda con palabras consoladoras: Cálmese comadre, la vida es así, como la luz de una vela que viene el viento y la apaga. Además, al cielo ha ido su almita por que estuvo esperando la bendición del sacramento, y desde allí ha de derramar sus bendiciones para usted, y algún día tendrá otro hijito quien sabe más hermoso que él. La madre llena de dolor y desencanto cayó desmayada al piso al no poder soportar el infausto desenlace. Pues, era un hecho trágico, infortunado y trascendente para ella, lo que tanto había ansiado para ser feliz en su hogar, eso que su esposo tanto le exigía: un hijito varón. Ese día su sueño logrado y hecho realidad, se esfumó hacia el infinito por entre las oscuras nubes de la desventura.
       Después de un rato doña Fredesbinda se incorporó extrañada de una exasperación indecible, llorando y llorando encaminó su retorno acompañada de su comadre Eloisa, quien cargó al difuntito en sus espaldas envuelto en su bayeta azulmarino. En el transcurso del regreso iban como invitar a los vecinos para que acompañaran al velorio, y a los que preguntaban sobre el suceso les daban someros detalles.
       Eran ya cerca de las cuatro de la tarde cuando  se acercaban a la casa. Allí vieron  a don Aníbal Mondragón descansando en medio de los peones, quienes se habían sentado formando una fila en el banco de madera que circundaba el patio. Él allí esperaba impaciente que su esposa llegara para que les sirva la merienda; sin sospechar mínimamente lo que habría podido ocurrir. Cuando las dos mujeres asomaron a la pirca escucharon la voz solloza de doña Fredesbinda, quien llegaba llorando y llorando teatralmente tras de doña Eloisa. Don Aníbal no bien escuchó el llanto, se alarmó y se puso de pie, denotando en su semblante una expresión de preocupación. Los peones que estaban a su lado al instante se pararon como movidos por un solo resorte con la misma inquietud de informarse lo que habría sucedido. Aníbal Mondragón al confirmar, que era su esposa la que se desgañitaba llorando, un pensamiento funesto se cruzó por su mente como si hubiese sido un rayo celeste que vino atravesando las montañas. Desde ese momento su alma se hundió en el mar negro de la congoja y del remordimiento.
      Los peones asombrados preguntaron en coro: -¿qué cosa había pasado? La señora Eloisa adelantándose en responder a la inquieta interrogante de la peonada, explicó con actitud vehemente todos los detalles, y de manera pormenorizada la fatal escena del infausto desenlace. Y  exaltando el tono de su voz, narró en forma enérgica las causas de la repentina muerte del bebito, acusando a su compadre como responsable directo del aciago acontecimiento. Totalmente iracunda y furiosa se desplazaba por el patio señalando al cielo con su rueca, al mismo tiempo que acusaba a los presentes de hombres  abusivos, perversos y malnaturales. Daba golpes a su rueca en el suelo con intenciones de descargar su cólera sobre cualquiera de ellos; aduciendo que todos eran cortados con la misma tijera y que merecían ser molidos las costillas a palos en pago de sus actos desmedidos, beligerantes y deliberados en contra de sus indefensas esposas. Cuando su furia se exacerbó y su ira se colmó, se acercó hasta su compadre y con ímpetu le propinó más de una docena de varazos. Los peones que estaban a su lado se retiraron temerosos de ser víctimas de su exaltada cólera. Doña Eloisa dejó de castigar a su compadre cuando el instrumento de hilar se rompió en las costillas. En cada varazo que le daba le hacía una exhortación y una reprimenda: ¡Es usté, compadre, un bruto, un ignorante, un abusivo, un bárbaro que no se da cuenta de lo que hace, si esta vez por su culpa, por su ignorancia y su apuro ha muerto su hijito, la próxima morirá mi comadre, allí sí que no le perdonó, compadre; lo denunciaré...
      El tabardillo le ha dau, porque usté no ha teniu compasión de su mujer, abusivamente lo ha pegado y lo ha maltratado. Ella ha tenido cólera y le ha dado la leche soleada al bebito y por eso ha ocurrido esta súbita desgracia, que ha sido la causa del fatal destino de su hijito. Este pobre angelito que tan presto llegó a este rústico paraje de flores rojas, y encontró el oscuro barranco de la desdicha. Ya ve compadre, qué ha sacado de su apuro, qué ha ganado de su machismo, qué ha ganado de su prepotencia -inquirió con acento furibundo-.Nada..., nada. Doña Eloisa Becerra que aún no había descargado toda su furia, estaba negra como una tormenta que amenazaba con diluviar una tempestad de truenos y relámpagos contra cualquiera que algo dijera a favor de don Aníbal Mondragón. Para continuar con sus amonestaciones jaló una raja de leña de la esquina del corredor y con ella conminaba acercándose a todos sus compadres de quienes sabía que también maltrataban a sus esposas. Les acusaba de machistas y aprovechativos de la docilidad de sus mujeres, sin reconocer que ellas por la gracia de Dios son seres que trabajan arduamente por el bienestar de su hogar y de sus hijos, y sin abandonar su fatiga y su optimismo luchan permanentemente para que su familia salga adelante. Por tal razón, ellas merecen el máximo respeto y la magna consideración de sus esposos.
      Aníbal Mondragón recibió la paliza sin atinar a defenderse para nada, permaneciendo en actitud pasiva por consideración y respeto a su comadre. Por un buen momento se mantuvo en actitud sumisa, grávido de pavor y de vergüenza. Con la cabeza genuflexa sobre los hombros disimulaba los dolores que rajaban sus espaldas; mientras doña Eloisa se desplazaba todavía iracunda y colmada de enfado por todo el patio de la casa, amonestando y amonestando reiteradamente a su compadre y en forma indirecta a los demás. Sí hoy día murió su hijito y por desgracia que mañana muera mi comadre con tanta sangre que ha derramado, yo seré la primera en quejarme ante la justicia y exigiré que le apliquen  todo el rigor de la ley y le lleven a la cárcel por abusivo perverso y propasado; y no solamente a usted, sino a todos los que abusan y les castigan a sus mujeres adredemente; así como lo demandé a don Nelson Becerra, hijo de mi primo, que mató a su mujer a patadas, a mi comadre Delfina Malca , la infortunada difuntita que de Dios goce y en paz descansa;  hoy purga su delito  tras las rejas de la libertad.
      Y así como él, hay tantos que deben ir la cárcel por que han cometido graves crímenes contra sus esposas haciéndolas abortar a golpes y a patadas, impulsados por su ira, su machismo y su complejo de mandamases del hogar; negando a sus esposas el derecho a reclamar y a decir una palabra que manche su hombría. Yo como partera, informada de tantos casos, y mujer de corazón sano y de sensibles sentimientos humanos, me he callado por pena y compasión de mis ahijados; pero de hoy en adelante, yo seré la primera en demandar justicia en defensa de los auténticos derechos femeninos, y en forma muy particular: el derecho a la vida y a la  dignidad. En eso seré implacable, obstinada y pertinaz, y nunca me cansaré en luchar hasta abolir de raíz todo tipo maltrato físico, moral y emocional del que todo el tiempo somos víctimas las mujeres; y que año por año, siglo por siglo venimos cargando sobre nuestras espaldas el pesado yugo del servilismo, de la marginación y el abuso. !Basta ya de dolores ¡ ¡Basta ya  de atropellos! ¡Basta ya,...!-Concluyó frenética-. En tanto que los peones Se mantenían en absoluto silencio y con temor de recibir la segunda descarga de doña Eloisa que todavía se desplazaba en actitud amenazante por el patio.
Aníbal Mondragón permanecía callado y abstraído en un profundo mutismo a causa del aciago acontecimiento, resultado de su violencia y de su machismo; mientras que los peones sin hacer ningún gesto de defensa a su favor; con su silencio daban su voto de aceptación a las demandas y exigencias que doña Eloisa hacía. Y, aunque sea por ese momento; porque después, volvían andar en su habitual forma de pensar y tratar machistamente a sus esposas. El ambiente a esa hora estuvo muy tenso por las vociferaciones, la furia, la tristeza y el dolor,  como  el cielo azul que se enturbia de nubes grises cuando llover.
       Doña Fredesbinda entró a la cocina para servirles la comida y doña Eloisa Becerra al no escuchar ninguna intervención de parte de los peones, arrojó al piso con toda su energía la astilla de leña que tenía en su mano y siguió a su comadre. Al poco rato los llamaron para que pasaran a merendar. En La mesa reinaba un mudo silencio, nadie se atrevía a decir una sola palabra, solamente el único rumor que se escuchaba era el sonido tintilante de los platos y cucharas. Cuando ya casi terminaban de comer, sorpresivamente vieron la luz celeste de un aterrador relámpago y escucharon asustados el pavoroso impacto del rayo que cayó muy cerca de la casa destrozando por mitad al más grande de los eucaliptos que don Aníbal allí cultivaba, y segundos después el terrorífico sonido del trueno que retumbó en sus oídos con una fuerza extremadamente horripilante que los dejó ensordecidos a todos por un buen rato ¡Qué miedo…!
      Ni bien había pasado el fenómeno de terror empezaron a retumbar en las cercanías una tormenta de truenos de menor intensidad que parecían dinamitar las crestas de los cerros y explotar las truncadas aristas de las lomas. Después de ello cayó una descomunal lluvia del cielo acompañada de un diamantino granizal. Los granizos rebotaban por todo lado; saltaban como alverjas del patio al corredor del corredor a la cocina, de la cocina a las mesas, de las mesas a las tarimas, de las tarimas a las paredes, y de las paredes volvían a los platos a las ollas y a las tazas; y otros más osados iban a chasiarse en las brasas ardientes del fogón. Al fin de la tormenta la casa se inundó de cristalinos diamantes que poco a poco se fueron derritiendo. 
      Durante la precipitación de la torrencial lluvia, todos habían estado callados, irresolutos y consternados. Luego que disminuyó su intensidad salieron al corredor; ésta, aún continuaba repiqueteando sobre el tejado y sacudiendo las ramas de los cafetales y arqueando las hojas de los plátanos. De rato en rato soplaba un ventarrón muy fuerte que arremetía con toda fuerza a los cordeles de la lluvia contra la pared, dejando bañado por completo el corredor de la casa y encorvando hasta el suelo a los álamos y eucaliptos veces sobre veces, cual si fueran débiles ramajes que la brisa suave los sacude. Mientras menguaba la tormenta todos entraron en la sala y se dispusieron arreglar el recinto fúnebre para la celebración funeral. Don Fermín Villalobos colaboró desarmando las camas y subiendo las herramientas al terrado, don Manuelito Fernández y don Abdón León levantaron al terrado los granos de las cosechas para que no estorbasen; en tanto que otros barrieron, limpiaron la sala, colocaron una mesita larga en el rincón derecho y dejaron todo habilitado para el velorio. Concluida la ambientación lo pusieron sobre la mesa el cadáver del difuntito cubriéndolo con una sábana blanca.
        Cuando la lluvia disminuyó su furor, desde adentro de la sala se escuchaba el griterío de la gente de la otra ladera que llamaban despavoridos: ¡Derrumbo, derrumbo! cuidado con el derrumbo; otras voces casi inaudibles que decían: ¡Mi vaquita, mi vaquita!, ¡el derrumbo!; pero el sonido brusco de las aguas de la quebrada rompía el mensaje en pedazos, interceptando casi por completo la nitidez de la información.
       Cuando la lluvia cesó, todos salieron al corredor para mirar el despejado panorama, incluso las gallinas que habían estado acurrucadas debajo de los bancos abrigando sus pollitos, salieron a buscar gusanitos en el patio agujerado por la lluvia, después de desperezar sus alas como abanicos y estirar una de sus extremidades. Los celajes iban desapareciendo y los purpurinos rayos del astro Rey alumbraban lánguidos por entre los extensos retazos de nubes blancas que se habían venido esa tarde hasta el borde los cerros para llevarse el día, como siempre lo hacían cada vez que llovía. A esa hora del crepúsculo los arreboles permanecían quietos sobre la cordillera, el sol yacía sentado como un monarca  sobre el abra tapizada del cerro Trespicos, desde donde enviaba sus miradas señoriales a todas las comarcas vecinas de ese lado del Verdetostén, hasta la hora que desaparecía por el oscuro horizonte.
 La noche que venía cubriendo los fértiles campos con su manto extendido por los cerros, las colinas y las hoyadas, y, delante de ella asomaban unas ráfagas de aire anunciando que esa noche ya no volvería a llover.
Los peones después que habían colaborado en la ambientación, nuevamente se ocuparon en sendos trabajos; unos fueron a partir la leña, otros a recoger y traer el agua. Y  don Américo Medina acompañado de don Amarante Rosales que eran los más aparentes en la carnicería, mataron el carnero cebado para el banquete fúnebre de los acompañantes. Don Nerio Suárez que vivía arriba cerca de la fila del cerro Balcón se comisionó por iniciativa propia de avisar al vecindario para que asistieran al velorio del niñito que en vida fue: Dagubertito.
     En el lugar no había otro medio para comunicar, sino subiendo a la terraza del cerro Balcón, un altomirador excepcional, un topográfono habitual; desde donde tantas veces se había informado y pregonado al vecindario de estas infaustas noticias. Desde este lugar cuando dirigíamos la mirada al Este para llamar a algún vecino, lo escuchaba toda la gente del Nogal y con el eco del cerro Las Minas que repercutía y ampliaba la voz lo escuchaba el mensaje toda la gente del Potrero, del Romero y Tambudén. Al virar la mirada al Oeste se ve nítidamente al Guabo, al Chacato, a la Moyupana, al Triunfo y a Litcàn; y si llamamos en esa dirección el eglógico Huaylulo con voz retumbante repite los comunicados en ecos a la gente de Hualango, Piedra Grande y el Verde. Si desde este mismo lugar aunciamos una información en  dirección Noreste sería escuchado por el vecindario de Pampa de los Sauces, Chorro Blanco, Pimar, Maraypampa y Chupicallpa; y caminando unos metros más al Sur podemos observar otros tantos pintorescos lugares, singulares en su belleza y verdor: en síntesis, este relieve geográfico es un verdadero observatorio, un verdadero topográfono, no solamente por que servía de informatorio, sino también porque desde allí se podía pronosticar las épocas de lluvia y estío, de celajes y borrascas, y hasta las plagas naturales que afectan los cultivos de la zona... Desde allí don Nerio Suárez subiendo a la piedra silleta con voz potente convocó a los vecinos, llamándolos: vecinooooos, vecinooos, repitió tres veces la misma palabra, ante ese llamado algunos moradores del Nogal alarmados empezaban a responder: queee, queeee ; voces que con el eco de las peñas se hacían más sonoras, retumbantes y estruendosas; entonces él al comprender que era escuchado por todos, gritó:
-¡Ya murióoooooooo, ya murióooooooo! murió su hijo de don Anibal Mondragón. Yaaaa, yaaaa, ya vamos, ya vamooos,-contestaban las gentes de todos los anexos.
      Desde todas las cercanías, esa noche el vecindario concurrió masivamente al velorio sobreponiéndose a las vicisitudes del tiempo. Unos llegaban con linternas en mano, otros con mechones y candiles, muy a pesar de que el trémulo aire de la sofocada brisa los apagaba cada vez que asomaban a las lomas o las filas; pero la fuerza de la devoción y la rudeza de la costumbre, volvían a prendérselos y proseguían hasta llegar a la casa fúnebre. Por las travesías también el viento frío amenazaba con apagar sus lamparines inclinándolos su débil llama hasta hacerlo fenecer, de tal manera que los que alumbraban tenían que detenerse para impedir con su otra mano que el viento nocturno de la oscuridad no los apagara. Así porfiadamente llegaban a dar el pésame a los deudos y acompañarlos en su profundo dolor...
       Como si fuera aquel instante, que lo tuvo entre sus brazos; vivo, sano, gozoso y sonriente lo recordaba a su pequeño Dagubertito. Esa emoción de tener un hijito varón había habitado en su memoria como llamas crepitantes desde hacía mucho tiempo atrás. Pero, la desdicha, la fatal desventura, la muerte sanguinaria disfrazada de mujer con figura fantasmal y rostro cadavérico, que para salir a buscar sus víctimas usa sombrero gacho, su chal  largo en la espalda, algodones en la nariz, su hoz en la mano; y para simular sus andanzas siniestras y confundirse con las vecinas anda recogiendo pasto por los campos ataviada como cualquier campesina. Ese día apareció sin ser vista por doña Fredesbinda y de un mudo zarpazo le cegó la vida a su hijito como si hubiese sido una débil hierba que el calor la abrasó. Esa mañana que iba a cuestas con los trastos de comida en el cuello y su bebito en sus espaldas entonando su dulce llanto, tonada que se confundía con el suave rumor del silencio y el alegre trino de los zorzales que a esa hora andaban buscando su alimento en las tierras labradas y brincando en las pumaparas; música tierna que aliviaba la fatiga que convulsionaba su pecho en aquella larga cuesta del agreste sendero, que pedregoso, sinuoso y violento se erguía hasta llegar a la travesía del robledal, donde esos árboles verdes y frondosos  se levantaban en las alturas de chucllapampa. Ese lírico recuerdo, turbaba a su dolor  a cada instante.
       En cada curva, en cada recodo y en cada fila doña Fredesbinda se detenía para tomar aire, desosegar su cansancio y aspirar el dulce perfume de las flores que pintaban de colores a los bordes del camino que en ese momento entregan a la brisa sus suaves y delicados aromas, al sentirse acariciadas por los dorados rayos del sol primaveral. A las doce del día, en esa altitud, cuando sopla un aire tenaz por las abras del oriente, los rayos del astro emperador por más calor que impongan se enervan y llegan lánguidos, fríos y helados. El campo está en calma, los gorriones, los picaflores y las turrichas saltan alegres de rama en rama por los chirimoyos, por los nogales y por los paucos; y Fredesbinda Gamonal Vargas a regañadientes recorre la empinada cuesta maldiciendo la hora de haberlo aceptado al Aníbal Mondragón como esposo sempiterno, Y el día de haberse robado con él, sin sospechar que iba a ser un hombre tan machista, dominante, incomprensivo, inhumano y perverso.
       Así a solas, hablateando y hablateando pretendía desahogar su lacerante pesar; deplorando tantas veces haber dejado sus estudios de educación secundaria inconclusos, al haberse retirado del colegio faltando tres meses para concluir el quinto año; una noche cuando sus padres se fueron a disfrutar de las vísperas de la celebración de la fiesta patronal de la provincia, donde espectarían un vistoso castillo de veinte cuerpos, ruedas, combates y otros juegos artificiales, que los entusiastas devotos le ofrecían a la venerada imagen; a la cual ellos nunca faltaban. Ella aprovechó esa oportunidad y la oscuridad de la noche para robarse sin importarle siquiera la densidad de la neblina y la espesura de la oscuridad, fenómenos que al cielo lo habían puesto tan negro y compacto que dificultó el tránsito nocturno, por donde ellos a tientas tuvieron que caminar esa agreste geografía.

      Así estuvo esa noche que se robó. Pero cuando uno está enamorado no hay obstáculos ni barreras que impidan. A sobresaltos y tropezones  llegaron la casa de sus suegros; aunque ella en el transcurso iba  tímida y nerviosa porque pensaba ser vista por algún vecino que acostumbraba andar por allí a esa hora; que bien podría ser don Alberto Milián o don Chocho Eusebio, quienes siempre trasnochaban o madrugaban por los caminos en pos de sus ganados, y ellos eran personas que nunca se callaban de lo que veían; por eso, cada vez que los relámpagos irradiaban el camino, ella se metía debajo del poncho Robachina de Aníbal Mondragón  para evitar ser reconocida por alguno de ellos...
Compartir:

1 comentario:

  1. Un salufo muy especisl para un digno representsnte de ls literatura...muchas gracias por sus lindas y excelentes obras...son de caracter costumbrista qur enseñsn a lod chicos uns grsn enseñanza...gracias....

    ResponderEliminar

ENTRADAS POPULARES

ENTRADAS RECIENTES

LISTA ENTRADAS

Con la tecnología de Blogger.

Widget Texto

Datos personales