EL DIÁLOGO DE LAS INFELICES
Estaban en la acequia conversando y riéndose.
Sus carcajadas se escuchaban a lo lejos, y de rato en rato. Yo cruzaba al
otro lado del canal, a donde siempre concurríamos todos los que no teníamos
letrinas en nuestras casas. La necesidad me apresuraba. Pero, al escuchar el acento claro de una
conversación y unas risas festejantes, me detuve y cambié de camino. Crucé el
canal ocultando mi cabeza y encogiéndome hasta el piso. Así caminé plegado a
los verdes piñones hasta esconderme debajo de un frondoso overo. Las copiosas
ramas llenas de flores amarillas, me ocultaron tan estratégicamente como para
escuchar el ameno diálogo de estas mis desdichadas protagonistas. Cuando crucé
la acequia las reconocí. Pues, ellas eran: Manuela de Huamán, la Sacashucaqui, y Victoria Villarreal, la Cholona ; de quienes voy a
reproducir esta interesantísima conversación.
La ronca voz de la Cholona se escuchaba con
mayor acento.
... somos casadas, tenemos
nuestros esposos. Ellos luchan diariamente para que no falte nada en nuestro hogar,
además son puntuales en su trabajo y muy
responsables. El mío tiene trabajo
seguro como obrero de campo en Cooperativa Agroindustrial Pucalá, y al tuyo todos los días lo veo ir a la
construcción de viviendas; a quien por
ser un buen albañil nunca le falta
trabajo, todo el mundo lo contrata.
−Manuela de Huamán le pregunta: −Si tu marido
gana buen salario quincenalmente, te pone de todo en tu casa: hermosos
confortables, costosos artefactos, preciosos vestidos; y es más, tú estás
facultada para cobrar el sobre. Dime: ¿por qué le sacas la vuelta a tu marido?,
¿qué cosa de bueno tiene el Fortunato,
de quien la gente habla que ya te administra por mucho tiempo?, ¿por qué lo
quieres a él más que a tu esposo?, ¿qué de bueno tiene?... Además, él no reúne las condiciones físicas como para
merecer tantos cariños y halagos. No es azafrán que da color ni chancho que da
manteca. Yo veo que él es de feo aspecto: tez morena, labios gruesos, pómulos
prominentes, nariz aguileña, ojos hendidos. Lo único de bueno que aprecio, es
su fornida estatura, y supongo que tendrá una gruesa y grande mazorca para
que te remueva bien el cántaro. Y eso puede ser cierto, porque dicen que los negros se manejan un buen
instrumento. Después, otra cosa, no veo nada de bueno.
−Sí -respondió Victoria−. Yo te voy a contar al
detalle todo lo que hago con él, pero con la condición de que tú me expliques ¿por
qué te dicen la Sacashucaqui?, ¿y qué de cierto hay con el cabezón Arnaldo? Y
bien entendido tengo, que a ti también
tu esposo te pone todo. Bien, tú me cuentas primero, luego yo.
–No, yo te he preguntado primero, y prefiero
que tú empieces por contarme todo, y con plena confianza; por algo somos buenas vecinas para no
ocultarnos nada, a pesar de ser
un tema que compromete nuestra intimidad.
−Ya, bien, mira hermanita: a mí me dicen la Cholona porque, como tú
ves; tengo un atractivo cuerpo, rollizas caderas, estupendas y portentosas
piernas, con gruesos y brillantes músculos. Por estos detalles, los hombres cuando paso por su lado, sospechosos
me admiran diciendo: qué buena hembraza, una pasadita con ella nos quedaríamos
placenteramente desmayados de dicha. Mira y escúchame: una mujer puede tener de
todo en casa, pero en el amor, no es feliz.
Para que sea feliz una mujer
no es necesario que el hombre sea simpático, amable, respetuoso y de buen
comportamiento. Tampoco flaco o gordo: su contextura; moreno, blanco, negro,
cobrizo: su color; pobre o solvente: su condición económica; ni que nos acaricie a cada rato colmándonos de
abrazos y besos. De la misma manera no interesa que su pene sea grande y
grueso, pequeño y delgado, grande y delgado, pequeño y grueso. El éxito de la
felicidad sexual depende de una buena estimulación previa al coito; existiendo
eso, ambos estaremos muy satisfechos.
−Tienes toda la razón, hermana, no interesa las dimensiones del órgano genital masculino o de otros factores;
sino de una buena excitación. Así por ejemplo, el miembro del Arnaldo no es muy
grande; pero cuando entra, aumenta su tamaño, como el arroz que hincha en la olla.
−Con el
Fortunato Llacsahuanca, cada vez que me entrego a él; a pesar que realizamos el amor a escondidas, a la zozobra del tiempo y de temor que nos encuentren,
antes de hacer nos estimulamos muy bien. Iniciamos besándonos profundamente nuestros
carnosos labios, luego nos chupamos la traviesa lengua; primero yo a él, luego
él a mí. Así, jugamos un momento con ellas girándolas a todos lados como
trompitos bailarines. A veces intercambiamos un traguito de saliva cada uno. Mientras
nos ofrendamos esas cálidas caricias, él simultáneamente con sus cosquillosas
manos me saca todas mis prendas de vestir hasta dejarme totalmente desnudita
como Eva en el Paraíso; lista para iniciar una segunda etapa de estimulación
erótica. La piel áspera de sus manos recorre mi cuerpo desde los talones hasta
mi cuello, deteniéndose donde más me provocan cosquillas. Esas excitaciones
hacen que mi cuerpo sienta requebrantes contorsiones de incontrolables deseos.
Su dulce lengua recorre mis sensibles senos produciendo inquietas sensaciones,
elevadas erecciones y ardientes
estremecimientos. Más abajo, siento que lo coloca en los palpitantes labios de mi cosita, su
rígido pene quemante y comburente como un tizón ardiente
para avivar a la abrasadora fogata de lujuria que habita dentro de mi codiciada
rendijita. !Ayyyy hermanita!, en esas circunstancias siento que los excitantes cosquilleos de su pene provoca en
mi órgano sexual una lubricación en exceso, más de lo que la naturaleza le
concedió. Con esos roses que me sigue haciendo, se siente unos deseos irrefrenables
que salen desde tan adentro de mi
acostumbrado vientre, provocando dentro
de mi ser una sensación desesperada e incontrolable.
De tal manera que sí mi vagina tuviera manos lo agarraría al grueso y potente
pene de mi adorado Fortunato, y lo
metería hasta donde más se pudiera introducir. Luego lo sacaría, lo metería, lo sacaría, lo
metería, lo sacaría, lo metería..., y finalmente lo absorbería
todito ese rico y espeso líquido
al que yo le llamo la leche de la felicidad.
Otras veces cuando aseguramos que mi esposo tardaría en
llegar de su trabajo, hacemos el coito oral. Él con su cosquillante lengua
excita a los palpitantes labios de mi deliciosa
vagina veces sobre veces, de
arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba; dejando peinados los rizados vellos
que abundan a su alrededor. Luego en forma lateral separa a los excitados
labios hasta dejarlos entreabiertos y latiendo trémulos de ebria excitación, y
a libre vista, el turgente clítoris que
vibra erecto.
−¿Y qué es el clítoris, vecinita?
−Es ese
miembrito que todo el mundo lo conoce con el nombre de lengüita.
Por la presencia de él en nuestro cuerpo,
se dice que las mujeres tenemos dos lenguas y somos muy habladoras. A ese también le hace deleitosas excitaciones
que por momentos siento que lo succiona lo cosquillea, lo succiona lo
cosquillea, lo succiona lo cosquillea..., tantas veces que
provoca unas sensaciones
enigmáticas, indescriptibles y
desesperadas. Tal es así, que me hacen lanzar de rato en rato gritos maullantes como los de una fiera
salvaje. Con tan irrefrenable excitación me obliga a decirle que inmediatamente
lo introduzca su rígido miembro caliente
y apaciguador, tan adentro, hasta donde más alcance su longitud. Pero él, lejos de hacer lo que le pido,
continúa haciéndome más cosquillas y más succiones que me producen
enloquecedores y ardientes deseos de lujuria, hasta que finalmente siento que
de mi vagina sale un torrente y vaporizante líquido como si fuera lava de un
volcán en suprema erupción, cuya fuente se
dirige por varios cauces hasta inundar todo el dormitorio de mi vivienda.
Luego inclinándome un poco, con mis ojos desorbitados miro a mi dichoso
Fortunato que absorbe desesperado toda esa copiosa inundación hasta consumir la
última gota. Pues, como emanó en abundancia se esparció por sus ralos bigotes y
su cara, y varios chorros por diferentes
partes de su cuello, que él lo recogía con sus dedos y deliciosamente lo absorbía como si fuera un
exquisito y muy agradable flan, que Fortunato después de lamerlo todo,
levantando sus ojos al cielo dice bebido el manjar más sabroso del mundo... Después, hago yo lo
mismo con él, cogiendo a dos manos su excitado y descomunal miembro erecto…
−¡Ay!, hermanita, ya no me cuentes más, porque
todo mi calzón ya se humedeció. Parece que a mí también me va a venir ese
chorro de flan que tú dices, con el sólo hecho de haber escuchado las ardientes
y enardecidas relaciones que tú realizas con tu querido Fortunato. ¡Qué
dichosa!¡ Qué venturosa, que eres! Dios te ha enviado la felicidad.
−Bueno, si ya no me permites que te siga
contando, empieza tú.
−No, hermanita, continúa nomás, quiero que me
cuentes cómo la haces tú a él.
-Ya, hermana, te cuento una buenaza que nos
pasó; algo que nunca me olvidaré.
−Te escucho.
−Una vez, cuando yo hacía relaciones con el
Fortunato, de tan excitada que estuve me despertó la curiosidad de introducir
por un momentito la voluminosa cabeza de su pene dentro de mi boca. Antes de
ello empecé por manosearlo cariñosamente, luego retiré los pliegues del enhiesto instrumento hacia abajo y lo manoseé
con cálida pasión. Esta misma maniobra la
repetía veces y veces. En seguida lo acerqué a mi boca y empecé a
succionarlo ardorosamente como ternero
maduro que da cabezazos a la ubre, para que la vaca suelte la leche. Le pasaba la lengua por todo el cuerpo de su alargado y
endurecido miembro hasta producirle crispantes palpitaciones. Dentro de mi boca
sentía que el enardecido objeto se engrosaba y alargaba más y más hasta alcanzar
proporciones desmesuradas e inestimables. Su enorme tamaño amenazaba con
obstruir todo el interior de mi vestíbulo digestivo y provocar una asfixia inminente. Cuando de pronto
mi mano que tenía oprimido el alargado miembro, sintió intensas dilataciones como
respuesta a las insistentes fricciones
que le ofrecía. Así inició una fase de alocados espasmos que anunciaban
la descarga de una diluviana tormenta acompañada de mugidos ensordecedores. Luego
derramó grandes cantidades de divina leche varonil, que pasaba por mi garganta espesa y vaporizante... Hermanita, aunque
digas que soy una cochina por mi atrevimiento, pero yo me sentía la mujer más
feliz del mundo; aun estando asfixiada
y sin respiración. Así, en esa
condición soportaba las inmensas descargas
de tan preciada esencia, que no fue
poco, sino una gran tempestad que se almacenó en mi estómago. Estuve cerca
de una hora bebiéndola, hasta que al fin
logré absorber la última gota. Mientras eso ocurría, vi con mis perturbados
ojos que mi agradecido Fortunato
dando escandalosos gritos de placer, sufrió un dichoso y convulsivo
desmayo. Al tardar mucho para volver en sí, me puse atónita y absorta de terror pensando que se había muerto. No supe qué hacer…Hasta que me vino la idea de darle
respiración boca a boca.
−¿Y dónde haces todas esas exageradas
relaciones?, ¿en tu corral o en alguna casa abandonada?
−No, eso lo hago en mi cama.
−¿Y no tienes miedo que tu marido te encuentre
y te mate?
−No. Para ello aseguramos bien lo que vamos
hacer. Generalmente lo hacemos cuando
mis hijos van al colegio y el Felipe va a trabajar; Fortunato entra por el
corral, trancamos las puertas y aseguramos los cerrojos.
-¿Y no temes que los vecinos escuchen lo que
hacen?
-Sí, hermanita, pero tú sabes que en la hora de
los lascivos y dulces placeres una se
olvida de todo, pareciera que en esos
momentos el mundo nos pertenece solamente a los dos. Claro que mis vecinos
sospechan. Un día me preguntaron ¿qué me había pasado, que tantos gritos se
escuchaban dentro de mi casa? Yo disimulando les dije que me había picado un
alacrán cuando estaba arreglando mi cuarto.
Pues, realmente esos alaridos no
eran más que las deliciosas respuestas de nuestro supremo deleite sexual que se expresaban en escandalosas exclamaciones. Por eso
que la gente del pueblo hace
muchos comentarios y habladurías acerca de nuestra informal e impía
convivencia.
-¿Y qué tiempo convives con él?
-Ya como siete años, incluso el último hijo que
tengo es de él. No te has dado cuenta que tiene algunos rasgos físicos
parecidos a Fortunato; menos mal, que el muchacho ha jalado más para mi raza; de no ser así, el
Felipe ya se hubiera dado cuenta que mi Adrianito no es su hijo…
-¿Y si algún día se llegara a informar, qué
ocurriría?
-Ya para eso tenemos un plan preparado.
-¿Y lo que realizas con el Fortunato por qué no
lo haces de la misma manera con tu esposo?, ¿acaso él no te motiva igual?, ¿no
te excitas bien con él? ¿Por qué no le comunicas que en el momento en que están
haciendo el amor, tú no sientes placer?...
-Mira, hermana, yo con él me fui virgen al
matrimonio, una mujer adolescente, neofita y cándida en
los menesteres carnales. Desde el primer contacto sexual que tuve con mi
esposo, sentí esa frialdad egoísta. Pues pensé que eso ocurrió por la emoción y
la contención prolongada que tanto tiempo había esperado para hacerme suya. En
el coito, dio rienda veloz a sus bajas pasiones y se quitó de encima sin
decirme nada. Entre mí dije: “¿qué, así
serán las relaciones sexuales, tan rápidas y fugaces? ¿Acaso no producirán
placer? “Yo he escuchado decir a muchas personas, que hacer el amor es
el deleite más supremo que hay en el mundo,
que es tan igual gozar de la
gloria celestial estando aquí en la tierra? Pues, a mí me habían causado sensaciones muy
dolorosas. Quizás en lo sucesivo nuestras relaciones serían más complacientes y
poco a poco alcanzaríamos la plena felicidad”.
Siempre me interrogaba eso. Cada vez que hacíamos no había ningún cambio
ni mejora alguna, él continuaba con su mismo
modo de hacer. Besarme un momentito,
sacarme la ropa, colocarse
encima, abrirme las piernas e introducir
su delgado pene. Luego aceleraba sus movimientos hasta que le venía su espeso
chorro de leche y de inmediato se bajaba. Hasta ahora no cambia. A veces yo lo estimulo, lo abrazo, lo beso, lo
acaricio con la finalidad de hacer un coito placentero, pero él lo mismo
hace. Como el gallo sube y baja rápidamente, y me deja con todas las ganas…;
justo cuando él acaba, yo recién empiezo a sentir esos enloquecedores orgasmos.
-Claro, valga la comparación que en el acto
sexual, la excitación en la mujer es más lenta, es
como la ollita de tierra que
demora en cocinar; mientras que
el hombre es como el horno microondas que muy rápido se excita. Las dos protagonistas
se carcajearon: Ja ,ja , ja..., ja, ja, ja...
-¿Y en ese momento no le puedes decirle que no
has alcanzado aplacar tus deseos
sexuales?
-No; temo que él vaya a pegarme, me haga
problemas y descubra algunas sospechas, como es un hombre machista y aferrado a
su antigua crianza: mejor me callo.
-¡Qué?, ¿y no puedes decirle que practiquen
algunas posiciones o formas diferentes de hacer el sexo?
-No hermanita, mejor me abstengo; lo único que
hago es
cerrar los ojos y hacerme la idea
que estoy haciendo el amor con mi
querido Fortunato. Y si eso le digo, sería
peor, sería mi condena. Lo
primero que me preguntaría: ¿quién te ha enseñado a hacer de esa manera? ¡Huy,
hermanita!, ni hablar. Pues a los hombres machistas no se les puede decir nada
de nuestra intimidad. Qué le vamos a platicar que en tal o cual posición me
siento mejor, que tal postura me hace doler, que me desconcentra… Menos será
mencionarle que no hemos alcanzado
placer; simplemente tenemos que callarnos para evitar problemas, aunque seamos
infelices en el amor, cuando es verdad
que Dios, el ser supremo nos creó para
eso. Por esta razón es que me he visto en la necesidad de llamar al Fortunato,
aunque me digan infiel.
-¿Y cómo nacen esas relaciones con él?
-Yo escuché un día en una conversación que este
tal Fortunato hacía feliz sexualmente a su mujer; que la excitaba muy bien y la
hacía subir hasta la cima del placer y dando sordos murmullos se desmayaba de
tan grata satisfacción. Cada vez que con ella hacía el amor, le descargaba todos
los deseos hasta por quince días; dejándola
escurrida toda la leche como un
porongo vacío, hasta que otra vez se llenara
gota por gota. Esa información fue, como si la pulga me hubiera entrado
en la oreja; día y noche fui pensando en él. Mis deseos se avivaban por
Fortunato incontrolablemente, hasta que un día por casualidad pasó por mi lado,
y lo primero que hice fue darle una oportunidad de conversación, allí surgió un
poco más de confianza. La próxima vez
que lo vi pasar, le hice bromas y sonrisas coquetonas y él también perdiendo
todo escrúpulo de respeto me cortejó... y otro día que nos volvimos a encontrar
lo cité a un lugarcito y allí llegó. De esa manera ocurrió nuestro primer
encuentro, de donde salí convencida de su excelente motivación y de lo tan
placentero que habían sido las relaciones sexuales; y lo que realmente una
mujer puede ser feliz junto a un hombre que sabe hacer el amor. Desde esa fecha
a escondidas convivo con él, haciendo todo por él, y en recompensa de la
felicidad que me brinda, del diario que me da mi esposo ahorro para darle a mi
querido Fortunato; incluso le he hecho
una promesa, de nunca separarme de su lado; porque es el único ser que me ha
hecho dichosa en este mundo. De allí que he llegado a la conclusión que una
mujer es feliz aunque no haya dinero, si sexualmente existe comprensión.
Ahora sí hermanita, relátame tú, aunque yo tengo mucho más para contar;
pero te narraré en cualquier otro momento.
“Yo seguía oculto detrás de los overos y los
bichayos escuchando este interesantísimo diálogo. Entre mí decía: cómo son las
mujeres infieles y procaces, a sus maridos les engañan. Pues, si estos se
llegaran a enterar, quizás en el acto las matarían”.
- A mí me dicen “la Sacashucaquis”, no vayas a
pensar, hermana, que cuando se hace las relaciones sexuales, con los apurados
movimientos el pene suena como si le estuvieran sacando shucaquis. No, no es
por eso, sino porque una vez mi marido llegó temprano del trabajo y casi me
encuentra in fraganti, justo apareció cuando habíamos terminado. El Arnaldo
salía por la puerta y yo aún estaba sobre la cama poniéndome el calzón. Arnaldo
lo saludó de una manera muy cordial, gesto que disimuló cabalmente nuestra
fechoría. Ellos se estrecharon las manos mutuamente; mientras eso yo me apuré
en levantarme y corrí a la sala simulando estar enferma, todavía quejándome de
fuertes dolores de cabeza. Sheba -le dije-, tan temprano han salido hoy día del
trabajo.
–Sí, se
ha terminado el material por eso ya salimos todos a descansar –contestó sin
denotar suspicacias.
-Yo, fíjate, desde la hora que tú saliste me he
puesto muy mal, he tenido un intenso dolor de cabeza que no sabía qué medicina
tomar, no sabía qué hacer. Menos mal que el vecino Arnaldo pasaba oportunamente
por acá, y al sentirme así, le rogué que me sacara el shucaqui, para eso lo hice pasar al vecinito Arnaldo, quien
presto afirmó: shucaqui ha tenido la vecina. Sebastián, creyendo que era cierto
le dijo: descanse vecinito, muchas gracias por haberle atendido en esta emergencia a mi mujercita. Tome asiento,
descanse vecino, hasta que Manuelita nos prepare un almuerzo, en tanto que le pase su malestar.
“Detrás
de los overos yo pensaba que este sinvergüenza se había quedado a almorzar.
Cierto, Arnaldo ni corto ni perezoso se sentó a esperar”.
Y
como las paredes siempre hablan, se difundió esta treta por toda la vecindad y
desde esa fecha me bautizaron con el apodo de “Sacashucaqui” -relató Manuela.
Pues,
mira hermanita, a mí también me ocurre
lo mismo que a ti. Yo con el Arnaldo soy muy feliz. Me paso la gran
vida, una vida de dicha y felicidad. Con Sebastián vivo en serios problemas,
para todo discutimos, odio le he agarrado; muchas veces ruego que se muriera o
que si Dios lo recogiera, en buena hora sería.
-Pero él
es simpático: pelo castaño, nariz perfilada, ojos claros, tez blanca y de buena
estatura. Por su forma de conversar se deja notar un carácter apacible y
tranquilo -declaró Victoria.
-Eso que
sea guapo, hermoso, simpático no interesa
para ser felices, para vivir bien tiene que haber comprensión en todo, porque
cuando se vive así, ni el manjar más exquisito sabe a dulce, sino amargo; en
cambio, cuando hay bienestar, hasta un plato de agua con sal es sabroso. Esto
coincide con lo que tú dices que la buena presencia de la persona no nos da la
felicidad; sino, lo que importa es que como seres con sentimientos, tengamos
derecho a recibir un buen trato y a ser comprendidas como tales; no sólo en
nuestras necesidades materiales, sino en lo
más importante: nuestros afectos psicológicos y sexuales;
particularmente en lo último. Cuando una mujer sexualmente está bien
complacida, tiene gusto y humor para todo; de lo contrario, toda cosa y toda
palabra que nos dicen, nos enfada -dijo Manuela con tono enfático.
-Eso es cierto, hermanita -afirmó Victoria.
-Pues en las relaciones sexuales andamos muy
mal con él, cuando desea me pide que me entregue, si yo le digo que no, no me
exige; si es que le acepto ni me acaricia ni me besa,
solamente se preocupa por satisfacerse él y no le interesa si yo me siento
retribuida, si logro excitarme o no. Creo que eso pasa con la mayoría de los
hombres, ellos ignoran que las mujeres también debemos sentir placer en las
relaciones sexuales. Y lo peor, es que no dan confianza para decirles que no
hemos alcanzado plena satisfacción; que la postura que ellos practican no nos
brinda suficiente excitación, por el contrario nos incomoda, desconcentra
y causa dolor. Como decirles que nos
exciten de otra forma, y que nos haga
mitigar nuestra ansiedad. Nos consideran como cualquier objeto, por lo
tanto, tenemos que callarnos y soportar que ellos nos tomen como quieren
-aseveró Manuela deplorando su insatisfacción.
Lo
que no ocurre con el Arnaldo, en él tengo más confianza, le pido que me haga
lo que yo quiero, que me
coloque en diferentes posturas: el gato, el perrito, salto del tigre, la
palomita, filo de catre, piernas al hombro, la carretilla, el helicóptero, el
preso, el carpintero, el zapatero y otras fantasías más, como el beso negro, el
coito oral,…, y con todo lo que realizamos: qué feliz me siento. Cada vez que
hacemos, tratamos que entre todito su
pene, que no quede ni un milímetro afuera, cosa que cuando los labios menores y
los músculos vaginales se contraen lo ajustan y se siente que entra ajustadito
produciendo sensaciones, goces y placeres indescriptibles. Y cuando se dilatan
lo sueltan al endurecido miembro,
haciendo que se resbale y vuelva a entrar, que
se resbale y vuelva a entrar, produciendo unos sonidos
onomatopéyicos similares al silbido del pico de una botella, o al
apurado relamido de un perrito que está tomando la sopa:
locc-loccc-loccc-loccc-plac-placc-placcc-placcc. Y por la parte inferior
de mi apetecido orificio vaginal siento que se filtra un líquido láctico que
sale calientito y espumeante, a irrigar la agrietada piel oscura que cubre los testículos de
Arnaldo, humedeciéndolos como lluvia feraz que cae sobre terreno sediento.
Estos al sentir la humedad inmediatamente se agrandan y emanan torrentes
cantidades de esa cara esencia varonil. Después de varias sobaditas y
salvajes embestidas terminamos juntitos, y nos quedamos abrazadiiiitos
con brazos y piernas anudados como
fieras en los celestiales confines del placer; emitiendo profundos suspiros
como respuesta crepuscular de nuestra escena amorosa, hasta que nuestros
músculos tensos se vuelven laxos y nuestra piel sensible se enfría erupcionando
unos granitos por todo nuestro cuerpo,
como si fuera la piel de la gallina -departió Manuela con un tono de jadeante
excitación, como si aún todavía estuviera en el acto.
-¿Dime cómo es esa posición del helicóptero y
del preso? -interrogó muy inquieta Victoria y llena de curiosidad.
- Para mí, es la mejor postura que practicamos.
Esa la hacemos cuando estamos bien excitados: yo me coloco sobre él, debajo de
sus nalgas colocamos una almohada para que el pene sobresalga y yo giro vueltas
y vueltas sobre él, con el instrumento adentro; y siento que me rebusca todos
los rincones de mi con..., y termino aterrizando aparatosamente sobre un
siniestro lago de leche -describió Manuela.
Hermanita, yo también me he atrevido tanto,
hasta arriesgar mi vida a cambio de esos deleitosos y prohibidos placeres. Una
vez en la época de verano estuve en dieta; después que habían pasado muchos
días que no podía comunicarme con mi querido Arnaldo, ni gozar con él. Mi cuerpo ya no se encontraba
tranquilo ni un rato; mi vagina, con el solo hecho de pensar que tenía que
verme con él en cualquier momento, solita palpitaba y se humedecía, y mi vientre segregaba una sustancia viscosa y amarillenta muy
parecida al moco, que al tocarlo
se pegaba en los dedos y se estiraba como chicle, y a mis ropas interiores las manchaban
abundantemente. Esto me incitaba a buscarlo, y donde la encontrara al instante me entregara dondequiera, a la vista de quien
sea y sin escrúpulos. Todas esas osadías
me ocurrían en esos días que la excitación era general y difusa, que
estremecía todo mi cuerpo: era insoportable -relató Manuela.
Como mi esposo se había dado vacaciones por ese entonces, mejor dicho
había paralizado las construcciones; estaba en la casa y no salía a ninguna
parte. En todo momento estaba a mi lado, ya me acompañaba a recoger pasto,
ya a juntar la leña, ya a traer el
agua... Si estaba en la cocina, allí se sentaba a mi lado; en la sala, también;
en el corral, de igual manera; de tal modo que
no me descuidaba para nada. Y yo, no podía verme con mi querido Arnaldo;
hasta que una mañana me escapé bien temprano de la casa para dejarle un
papelito, citándole que viniera por la noche al frente de mi casa donde había
un solar abandonado; y allí detrás de la pequeña barda acondicionara un lecho apropiado para el amor,
a donde yo me escaparía. Para evitar sospechas
ingresaría por la chacra del señor Torres que colinda por la parte
posterior del inmueble que queda al frente de mi ramada.
Yo
con mi esposo salíamos todas las noches a partir de las ocho a sentarnos en el
banco de la ramadita, para recibir la fresca
ventilación vespertina de la suave brisa que a esa hora atenuaba el intenso
calor que se sentía dentro de la casa. Y yo, me apartaría de Sebastián pretextando hacer la necesidad del cuerpo,
pasaría la barda y allí me entregaría como siempre. -Le dije en la nota, agregó
Manuela.
La primera noche, todo salió con éxito. Él me
esperaba echado sobre el sólido lecho, tendido de espaldas con el pene bien
erecto y duro como un mástil, enarbolando flameante la bandera de la lujuria.
En las noches sucesivas como era de costumbre, pasaba la barda, me levantaba el
vestido y me sentaba encima; y echándole miraditas de rato en rato a mi marido
empezaba a restregarme aceleradamente; daba tres o cuatro movimientos y lanzaba
otra miradita por sobre la barda para
prevenir que Sebastián nos encontrara en pleno pecado carnal. Así de esa manera
terminábamos de copular dando sordos bramidos. Mi marido parece que escuchaba los gruñidos que dábamos
y me decía, ¿qué tienes Manuelita?, ¡tanto te demoras!, ¡avanza ya!... Fue así,
que delante de mi marido tantas noches
hicimos el amor en la penumbra de
la radiante luna. Los zancudos le molestaban demasiado a mi
esposo, obligándolo a
caminar y caminar por debajo de la ponciana, espantándolos y matándolos a los
que le picaban en los brazos y en la cara. Repentinamente una noche de mala
suerte y desventura mi esposo se acercó
hasta la barda, y yo al verlo tan cerca…
esta excelente
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