domingo, 28 de enero de 2018

LOS TRES CONSEJOS


                                      


LOS TRES CONSEJOS
              
Dos días antes que cumpliera veinte años de trabajo, su patrón lo llamó para proponerle dos formas de pago por el tiempo de su servicio: tres consejos o cuatro sacos de dinero en monedas.
Al rayar la aurora, los gallos apuraban su canto alegre con su quiquiriquí y su cocorocó, y los verdes campos recibían contentos el alba fresca. Ellos, su profunda tristeza, la disimularon con dulces besos y cálidos abrazos al momento de su despedi­da. Genaro Ramírez con su corazón oprimido por la pena, se separó de su preciada Rita María. Cogió su poncho habano, su sombrero de palma y en el hombro derecho colocó la alforja que contenía el fiambre y sus dos únicas mudas. Se despidió.
Partió sin rumbo hacia las haciendas de otros lugares lejanos en busca de trabajo, donde recibiera un jornal semanalmente, salario que le permitiera a su esposa cubrir sus gastos primarios.
Después de cada trecho que caminaba volteaba sus miradas para ver su humilde vivienda, donde dejaba a su perla preciosa: Rita María, la mujer que tanto ansió en su vida.
Más caminaba; más se distanciaba. Subió un camino que serpentineaba por una agreste colina, en cuyas coloradas laderas se prodigaban variados sembríos. Llegando a la cima descansó unos minutos para contemplar el pintoresco paisaje que abajo en la llanura quedaba verde y sombrío; ahí donde su Rita María había quedado muy acongojada y llorando dentro de su choza; la amarga despedida. Dos suspiros profun­dos taladraron su sensible pecho, haciéndo­le gemir y brotar algunas lágrimas mustias de sus ojos claros.
Muy triste retomó la pedregosa senda que bajaba hacia un antiguo latifundio, en donde una hora más tarde se presentó a las puertas de una casahacienda de pilares góticos y corredores virreinales. Allí se entrevistó con el hacendado a quien expresó su deseo de trabajar a cambio de un jornal. El patrón le respondió que él tenía trabajo para el tiempo que quisiera, pero que a sus peones les pagaba trimestralmen­te. A lo que Genaro suplicó: Yo quisiera que cuando menos me pagara semanal o quincenalmente para enviar dinero a mi esposa para su sustento, ya que la he dejado sin ningún céntimo -profirió angustiado.
El hacendado con tono drástico y mostrando un gesto de enfado, replicó: si gustas, te quedas y si no..., te vas, que el camino está libre. Pues, no me vengas a imponer tus condiciones.
Genaro Ramírez se despidió triste y desconsolado. Retomó el agreste sendero, el que lento y porfiado se desaparecía por las lejanas cordilleras azules, huyendo como serpiente fugitiva. Este tortuoso camino, era siniestro para unos y venturoso para otros. Fatigado subía y bajaba truncadas colinas, ágiles laderas y pedrego­sas travesías hasta llegar a otra hacienda donde también anunció su necesidad de trabajar.
El hacendado le informó que tenía trabajo por tiempo indefinido y que a sus peones les pagaba a veinticinco céntimos diarios, y su jornal les cancelaba cada seis meses. -Contestó abreviando el diálogo, para evitar escuchar súplicas. Genaro, rompiendo su timidez, suplicó al patrón si podía darle un adelanto semanal para enviar a su familia. El patrón con tono comprensivo le contestó que no podía, y que lo sentía mucho.
Genaro simulando una mueca de desventura se despidió. Se puso en pie de otro largo camino, al que firme y porfiado se disponía a recorrer.
Tomó otro rumbo en dirección oeste, subió un empinado collado repleto de densa vegetación entre verdes zarzamoras y enredadores bejucos que enganchaban a cada paso su poncho y su sombrero. Así llegó hasta la cumbre de un aristado cerro, desde donde podía atisbar las lejanías verdiazules de inclementes cordilleras. Allí sacó su fiambre para almorzar, desató el mantel, destapó el plato, cogió su cuchara y se sirvió. La comida había perdido su agradable sazón; la botella con café, el sabor dulce del azúcar: estaba amargo; parecía haberse mezclado con su desventura. Mirando el inmenso verdor de las chacras y pastizales de los diferentes lugares que poblaban la abrupta región, apenas se divisaba en la otra banda, debajo de un cerro blanquiazul, la casahacienda de don Héctor Linares, un conocido hacendado por su peculio y filantropía.
Se preguntó: “¿Llegaré hoy día hasta allá?, ¿será posible avanzar hasta allí?” Guardó parte de su fiambre, amarró el mantel y se dispuso a caminar; en partes trotaba y en partes corría. El camino de las acémilas daba tantas curvas y recovecos, que él los abreviaba enderezando por los caminos de a pie. Saltaba quebradas, cruzaba lodos y cenagales; hasta que dos horas más tarde atravesaba el puente del río Llushpirrumi, el que siempre se sacudía cuando los transeúntes pasaban, producién­doles terrible pánico. Tres horas más tarde llegó a la hacienda. A esa hora que el sol se escondía por el occidente y la rojiza luz crepuscular de sus rayos tenues, desapare­cían por las abras del cerro Horcón. Desde el borde del camino preguntó por el hacendado. Dos sirvientes salieron para atajar a los perros que corrieron a morderlo. Lo hicieron llegar ileso a la casahacienda. El renombrado patrón se encontraba descan­sando en un sillón de madera; a quien saludó con tono muy reverente:
-Buenas tardes, señor...
-Buenas tardes joven - ¿Qué se le ofrece?- Interrogó.
-Trabajito, señor.
-Trabajito, hijo, eso es lo que más hay; lo que se quiere es empeño y voluntad - expresó con tono enfático en presencia de los demás peones-, quienes ya se encontra­ban descansando sobre un sólido estrado.
Tímidamente le dijo: ¿Usted, ¿cada cuánto tiempo paga?
-    Yo, a mis peones les pago al año.
-   ¿No podría socorrerme con un adelanto semanal o quincenal para enviar a mi familia?
-           -No -dijo secamente-, yo, al año. Así por ejemplo: Quirino ya está siete meses; Asunción, diez meses; Fausto, seis meses; Práxedes, once meses; y como ves, todos esperan cumplir su año de trabajo, y cuando los cumplan, les pagaré, además de su sueldo, todos sus beneficios incluyendo horas extras, dominicales y comisiones. Tú, ve y piénsalo; y por ahora descansarás acá, allí en el canchón donde hay camas para los peones; pues, por lo que veo, vienes desde muy lejos en busca de trabajo. Siéntate y espera para cenar -ordenó con autoridad.
Después de la cena, dos peones lo acompañaron hasta el hospedaje. Allí pasó varias horas sin poder conciliar su sueño pensando encontrar trabajo y jornal a corto plazo; jornal ingrato, que mientras más se alejaba, más se aplazaba. Esa noche se encomendó varias veces al Todopoderoso para pedirle que le ayudara en la solución de tan angustiosa aflicción. Tempranito se levantó, arregló su poncho, se puso el sombrero, su alforja en el hombro derecho v se encaminó con rumbo a otra hacienda.
Aproximadamente a las nueve de la mañana estuvo en las puertas de otra hacienda, cuyos techos de cuatro alares y de oscuras tejas se remataban en una aguda cúspide. Sus habitaciones estaban distribui­das en escuadra formando un gran patio, el que en sus alrededores tenía un hermoso huerto de vistosas flores. Esta característica mostraba la burguesa vivienda, donde se cobijaba la familia del hacendado Israel Santa Cruz, a quien también se acercó a pedirle trabajo. El arrogante latifundista declaró que trabajo tenía para el tiempo que él quisiera; pero que pagaba a su gente cuando cumplieran tres años de servicio. Genaro desconcertado y balbuciente se despidió.
Caminó un tramo por la escarpada ladera desde donde divisó a un arriero que venía con tres acémilas con carga. De él tuvo la esperanza de recibir una buena noticia que alivie su angustia y tranquilice su desesperación.
Lo saludó con enfático respeto:
- Buenos días.
-    Buenos días.
-    ¿De dónde viene usted?
-De trabajar.
-      ¿Puede darme razón de algún buen patrón que dé trabajo y sus pagos sean semanales o quincenales?, porque necesito dinero con urgencia para que se sustente mi familia -expresó abreviando su desesperación.
-      Sí; yo te recomendaría que vayas donde mi patrón don Benjamín Gavidia Gonzales; él es muy comprensivo, muy bueno y te ayudará a solucionar todos tus aprietos.
-     ¿Y dónde vive?
-     Abajo en Atumpampa.
- ¿Está lejos?
-    Sí, dos días y medio de camino, o depende que avances. Si hoy llegas hasta aquella cordillera, mañana caminarás hasta la otra, y cruzando el cerro Angashcirca descenderás camino abajo hasta Shahuindoloma; luego recorrerás una larga travesía y llegarás.
-     ¿Por dónde es, ese lugar?
Le indicó: -Te irás por ese camino que baja a la encañada del río y luego subirás por aquel que tiene tierras blancas hasta llegar a la cordillera; y allí pedirás posada.
Mañana descenderás por otro que baja por entre leñosos arbustos, prodigiosas tierras labrantías, árboles frutales y frescos herbazales; luego recorrerás una larga travesía que va acompañada de pequeños bosques de vegetación silvestre hasta ascender por esa vieja senda que se pierde por los cerros de la otra cordillera. Y pasado mañana caminarás bajada abajo hasta un cañaveral, donde se ubica la casahacienda de don Benjamín Gavidia Gonzáles.
Con todas las explicaciones que recibió, emprendió su largo viaje. Bajaba a trancos enderezando curvas, cruzando arroyuelos y cortando pendientes hasta descender al puente de tres palos, el que se sostenía de un lado sobre un muro y el otro extremo sobre una piedra grande. Atravesando éste, emprendió la agotadora cuesta recorriendo innumerables vericuetos. A medida que caminaba sentía un agotamiento en sus piernas y en su pecho una ágil fatiga que hacía latir su corazón aceleradamente. La sed era insoportable, la mitigaba absorbien­do agua de los pocitos del camino y de pequeñas quebradas por donde cruzaba. Luego marchaba vigoroso y con la brusque­dad de su paso vencía las desigualdades de la ruta.
Cuando la deslumbrante luna aparecía alegre y risueña por el lejano oriente, Genaro se acercaba a una pequeña vivienda de la cordillera a pedir posada. Los dueños del bohío acogieron al peregrino visitante dándole un cálido hospedaje. Para que descanse le tendieron en el piso un cuero de toro, encima un pullo y para protegerse del frío dos más; ese frío que era entumecedor; le imposibilitaba dormir. Su cuerpo se sacudía, sus mandíbulas tiritaban chocán­dose involuntariamente una con otra; de tal forma que para soportarlo se encogía dentro de la cama metiendo su cabeza a sus rodillas, sus piernas las apretaba con sus brazos; aún así, no podía resistirlo: estaba aterido. Pero esta circunstancia no le hacia disuadir para nada sus propósitos ni sus ansias de llegar al lugar de sus esperanzas. La luz matutina del nuevo día fulguró opaca por entre los resquicios de la pared; como tal es una característica propia del amanecer neblinoso de las punas andinas. Amaneció…






















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