LOS TRES CONSEJOS
Dos días
antes que cumpliera veinte años de trabajo, su patrón lo llamó para proponerle dos
formas de pago por el tiempo de su servicio: tres consejos o cuatro sacos de dinero
en monedas.
Al rayar la aurora, los gallos apuraban su
canto alegre con su quiquiriquí y su cocorocó, y los verdes campos recibían
contentos el alba fresca. Ellos, su profunda tristeza, la disimularon con
dulces besos y cálidos abrazos al momento de su despedida. Genaro Ramírez con
su corazón oprimido por la pena, se separó de su preciada Rita María. Cogió su
poncho habano, su sombrero de palma y en el hombro derecho colocó la alforja
que contenía el fiambre y sus dos únicas mudas. Se despidió.
Partió sin rumbo hacia las haciendas de otros
lugares lejanos en busca de trabajo, donde recibiera un jornal semanalmente, salario
que le permitiera a su esposa cubrir sus gastos primarios.
Después de cada trecho que caminaba
volteaba sus miradas para ver su humilde vivienda, donde dejaba a su perla
preciosa: Rita María, la mujer que tanto ansió en su vida.
Más caminaba; más se distanciaba. Subió un
camino que serpentineaba por una agreste colina, en cuyas coloradas laderas se
prodigaban variados sembríos. Llegando a la cima descansó unos minutos para
contemplar el pintoresco paisaje que abajo en la llanura quedaba verde y
sombrío; ahí donde su Rita María había quedado muy acongojada y llorando dentro
de su choza; la amarga despedida. Dos suspiros profundos taladraron su
sensible pecho, haciéndole gemir y brotar algunas lágrimas mustias de sus ojos
claros.
Muy triste
retomó la pedregosa senda que bajaba hacia un antiguo latifundio, en donde una
hora más tarde se presentó a las puertas de una casahacienda de pilares góticos
y corredores virreinales. Allí se entrevistó con el hacendado a quien expresó
su deseo de trabajar a cambio de un jornal. El patrón le respondió que él tenía
trabajo para el tiempo que quisiera, pero que a sus peones les pagaba
trimestralmente. A lo que Genaro suplicó: Yo quisiera que cuando menos me
pagara semanal o quincenalmente para enviar dinero a mi esposa para su
sustento, ya que la he dejado sin ningún céntimo -profirió angustiado.
El hacendado con tono drástico y mostrando un
gesto de enfado, replicó: si gustas, te quedas y si no..., te vas, que el
camino está libre. Pues, no me vengas a imponer tus condiciones.
Genaro Ramírez se despidió triste y desconsolado.
Retomó el agreste sendero, el que lento y porfiado se desaparecía por las
lejanas cordilleras azules, huyendo como serpiente fugitiva. Este tortuoso
camino, era siniestro para unos y venturoso para otros. Fatigado subía y bajaba
truncadas colinas, ágiles laderas y pedregosas travesías hasta llegar a otra
hacienda donde también anunció su necesidad de trabajar.
El hacendado
le informó que tenía trabajo por tiempo indefinido y que a sus peones les
pagaba a veinticinco céntimos diarios, y su jornal les cancelaba cada seis
meses. -Contestó abreviando el diálogo, para evitar escuchar súplicas. Genaro,
rompiendo su timidez, suplicó al patrón si podía darle un adelanto semanal para
enviar a su familia. El patrón con tono comprensivo le contestó que no podía, y
que lo sentía mucho.
Genaro simulando una mueca de desventura se
despidió. Se puso en pie de otro largo camino, al que firme y porfiado se
disponía a recorrer.
Tomó otro rumbo en dirección oeste, subió un
empinado collado repleto de densa vegetación entre verdes zarzamoras y
enredadores bejucos que enganchaban a cada paso su poncho y su sombrero. Así llegó
hasta la cumbre de un aristado cerro, desde donde podía atisbar las lejanías
verdiazules de inclementes cordilleras. Allí sacó su fiambre para almorzar,
desató el mantel, destapó el plato, cogió su cuchara y se sirvió. La comida
había perdido su agradable sazón; la botella con café, el sabor dulce del
azúcar: estaba amargo; parecía haberse mezclado con su desventura. Mirando el
inmenso verdor de las chacras y pastizales de los diferentes lugares que
poblaban la abrupta región, apenas se divisaba en la otra banda, debajo de un
cerro blanquiazul, la casahacienda de don Héctor Linares, un conocido hacendado
por su peculio y filantropía.
Se preguntó: “¿Llegaré hoy día hasta allá?, ¿será
posible avanzar hasta allí?” Guardó parte de su fiambre, amarró el mantel y se
dispuso a caminar; en partes trotaba y en partes corría. El camino de las
acémilas daba tantas curvas y recovecos, que él los abreviaba enderezando por
los caminos de a pie. Saltaba quebradas, cruzaba lodos y cenagales; hasta que
dos horas más tarde atravesaba el puente del río Llushpirrumi, el que siempre
se sacudía cuando los transeúntes pasaban, produciéndoles terrible pánico.
Tres horas más tarde llegó a la hacienda. A esa hora que el sol se escondía por
el occidente y la rojiza luz crepuscular de sus rayos tenues, desaparecían por
las abras del cerro Horcón. Desde el borde del camino preguntó por el
hacendado. Dos sirvientes salieron para atajar a los perros que corrieron a
morderlo. Lo hicieron llegar ileso a la casahacienda. El renombrado patrón se
encontraba descansando en un sillón de madera; a quien saludó con tono muy
reverente:
-Buenas tardes, señor...
-Buenas tardes joven - ¿Qué se le ofrece?-
Interrogó.
-Trabajito, señor.
-Trabajito,
hijo, eso es lo que más hay; lo que se quiere es empeño y voluntad - expresó
con tono enfático en presencia de los demás peones-, quienes ya se encontraban
descansando sobre un sólido estrado.
Tímidamente le dijo: ¿Usted, ¿cada cuánto tiempo
paga?
-
Yo, a
mis peones les pago al año.
-
¿No
podría socorrerme con un adelanto semanal o quincenal para enviar a mi familia?
-
-No
-dijo secamente-, yo, al año. Así por ejemplo: Quirino ya está siete meses;
Asunción, diez meses; Fausto, seis meses; Práxedes, once meses; y como ves, todos
esperan cumplir su año de trabajo, y cuando los cumplan, les pagaré, además de
su sueldo, todos sus beneficios incluyendo horas extras, dominicales y
comisiones. Tú, ve y piénsalo; y por ahora descansarás acá, allí en el canchón
donde hay camas para los peones; pues, por lo que veo, vienes desde muy lejos
en busca de trabajo. Siéntate y espera para cenar -ordenó con autoridad.
Después de la cena, dos peones lo acompañaron
hasta el hospedaje. Allí pasó varias horas sin poder conciliar su sueño
pensando encontrar trabajo y jornal a corto plazo; jornal ingrato, que mientras
más se alejaba, más se aplazaba. Esa noche se encomendó varias veces al
Todopoderoso para pedirle que le ayudara en la solución de tan angustiosa
aflicción. Tempranito se levantó, arregló su poncho, se puso el sombrero, su
alforja en el hombro derecho v se encaminó con rumbo a otra hacienda.
Aproximadamente a las nueve de la mañana
estuvo en las puertas de otra hacienda, cuyos techos de cuatro alares y de
oscuras tejas se remataban en una aguda cúspide. Sus habitaciones estaban
distribuidas en escuadra formando un gran patio, el que en sus alrededores
tenía un hermoso huerto de vistosas flores. Esta característica mostraba la
burguesa vivienda, donde se cobijaba la familia del hacendado Israel Santa
Cruz, a quien también se acercó a pedirle trabajo. El arrogante latifundista
declaró que trabajo tenía para el tiempo que él quisiera; pero que pagaba a su
gente cuando cumplieran tres años de servicio. Genaro desconcertado y
balbuciente se despidió.
Caminó un tramo por la escarpada ladera
desde donde divisó a un arriero que venía con tres acémilas con carga. De él
tuvo la esperanza de recibir una buena noticia que alivie su angustia y
tranquilice su desesperación.
Lo saludó con enfático respeto:
-
Buenos días.
-
Buenos días.
-
¿De dónde viene usted?
-De trabajar.
-
¿Puede
darme razón de algún buen patrón que dé trabajo y sus pagos sean semanales o
quincenales?, porque necesito dinero con urgencia para que se sustente mi
familia -expresó abreviando su desesperación.
-
Sí;
yo te recomendaría que vayas donde mi patrón don Benjamín Gavidia Gonzales; él
es muy comprensivo, muy bueno y te ayudará a solucionar todos tus aprietos.
-
¿Y dónde vive?
-
Abajo en Atumpampa.
- ¿Está lejos?
-
Sí,
dos días y medio de camino, o depende que avances. Si hoy llegas hasta aquella
cordillera, mañana caminarás hasta la otra, y cruzando el cerro Angashcirca
descenderás camino abajo hasta Shahuindoloma; luego recorrerás una larga
travesía y llegarás.
-
¿Por
dónde es, ese lugar?
Le indicó: -Te irás por ese camino que baja a la
encañada del río y luego subirás por aquel que tiene tierras blancas hasta
llegar a la cordillera; y allí pedirás posada.
Mañana descenderás por otro que baja por entre
leñosos arbustos, prodigiosas tierras labrantías, árboles frutales y frescos
herbazales; luego recorrerás una larga travesía que va acompañada de pequeños
bosques de vegetación silvestre hasta ascender por esa vieja senda que se
pierde por los cerros de la otra cordillera. Y pasado mañana caminarás bajada
abajo hasta un cañaveral, donde se ubica la casahacienda de don Benjamín
Gavidia Gonzáles.
Con todas las explicaciones que recibió,
emprendió su largo viaje. Bajaba a trancos enderezando curvas, cruzando
arroyuelos y cortando pendientes hasta descender al puente de tres palos, el
que se sostenía de un lado sobre un muro y el otro extremo sobre una piedra
grande. Atravesando éste, emprendió la agotadora cuesta recorriendo
innumerables vericuetos. A medida que caminaba sentía un agotamiento en sus
piernas y en su pecho una ágil fatiga que hacía latir su corazón
aceleradamente. La sed era insoportable, la mitigaba absorbiendo agua de los
pocitos del camino y de pequeñas quebradas por donde cruzaba. Luego marchaba
vigoroso y con la brusquedad de su paso vencía las desigualdades de la ruta.
Cuando la deslumbrante luna aparecía alegre y
risueña por el lejano oriente, Genaro se acercaba a una pequeña vivienda de la
cordillera a pedir posada. Los dueños del bohío acogieron al peregrino
visitante dándole un cálido hospedaje. Para que descanse le tendieron en el
piso un cuero de toro, encima un pullo y para protegerse del frío dos más; ese
frío que era entumecedor; le imposibilitaba dormir. Su cuerpo se sacudía, sus
mandíbulas tiritaban chocándose involuntariamente una con otra; de tal forma
que para soportarlo se encogía dentro de la cama metiendo su cabeza a sus
rodillas, sus piernas las apretaba con sus brazos; aún así, no podía
resistirlo: estaba aterido. Pero esta circunstancia no le hacia disuadir para
nada sus propósitos ni sus ansias de llegar al lugar de sus esperanzas. La luz
matutina del nuevo día fulguró opaca por entre los resquicios de la pared; como
tal es una característica propia del amanecer neblinoso de las punas andinas. Amaneció…