jueves, 8 de febrero de 2018

EL DIÁLOGO DE LAS INFELICES


 


EL DIÁLOGO DE LAS INFELICES
Estaban en la acequia conversando y riéndose. Sus carcajadas se escuchaban a lo lejos, y  de rato en rato. Yo cruzaba    al otro lado del canal, a donde siempre concurríamos todos los que no teníamos letrinas en nuestras casas. La necesidad me apresuraba.  Pero, al escuchar el acento claro de una conversación y unas risas festejantes, me detuve y cambié de camino. Crucé el canal ocultando mi cabeza y encogiéndome hasta el piso. Así caminé plegado a los verdes piñones hasta esconderme debajo de un frondoso overo. Las copiosas ramas llenas de flores amarillas, me ocultaron tan estratégicamente como para escuchar el ameno diálogo de estas mis desdichadas protagonistas. Cuando crucé la acequia las reconocí. Pues, ellas eran: Manuela de Huamán, la Sacashucaqui,  y Victoria Villarreal, la Cholona; de quienes voy a reproducir esta interesantísima conversación.

La ronca voz de la Cholona se escuchaba con mayor acento.

... somos casadas, tenemos nuestros esposos. Ellos luchan diariamente para que no falte nada en nuestro hogar, además  son puntuales en su trabajo y muy responsables. El mío  tiene trabajo seguro como obrero de campo en Cooperativa Agroindustrial Pucalá, y  al tuyo todos los días lo veo ir a la construcción de viviendas; a quien  por ser un buen albañil nunca  le falta trabajo, todo el mundo lo contrata.

 −Manuela de Huamán le pregunta: −Si tu marido gana buen salario quincenalmente, te pone de todo en tu casa: hermosos confortables, costosos artefactos, preciosos vestidos; y es más, tú estás facultada para cobrar el sobre. Dime: ¿por qué le sacas la vuelta a tu marido?, ¿qué cosa  de bueno tiene el Fortunato, de quien la gente habla que ya te administra por mucho tiempo?, ¿por qué lo quieres a él más que a tu esposo?, ¿qué de bueno tiene?...  Además,  él no reúne las condiciones físicas como para merecer tantos cariños y halagos. No es azafrán que da color ni chancho que da manteca. Yo veo que él es de feo aspecto: tez morena, labios gruesos, pómulos prominentes, nariz aguileña, ojos hendidos. Lo único de bueno que aprecio, es su fornida estatura,  y  supongo  que tendrá una gruesa y grande mazorca para que te remueva bien el cántaro. Y eso puede ser cierto,  porque dicen que los negros se manejan un buen instrumento. Después, otra cosa, no veo  nada de bueno.

−Sí -respondió Victoria−. Yo te voy a contar al detalle todo lo que hago con él, pero con la condición de que tú me expliques ¿por qué te dicen la Sacashucaqui?, ¿y qué de cierto hay con el cabezón Arnaldo? Y bien entendido tengo, que a ti también  tu esposo te pone todo. Bien, tú me cuentas primero, luego yo.

–No, yo te he preguntado primero, y prefiero que tú empieces por contarme todo, y con plena confianza; por algo somos  buenas vecinas  para no  ocultarnos  nada, a pesar de ser un tema que compromete nuestra intimidad.

−Ya, bien, mira hermanita: a  mí me dicen la Cholona porque, como tú ves; tengo un atractivo cuerpo, rollizas caderas, estupendas y portentosas piernas, con gruesos y brillantes músculos. Por estos detalles,  los hombres cuando paso por su lado, sospechosos me admiran diciendo: qué buena hembraza, una pasadita con ella nos quedaríamos placenteramente desmayados de dicha. Mira y escúchame: una mujer puede tener de todo en casa, pero en el amor, no es feliz.

Para que sea feliz una mujer no es necesario que el hombre sea simpático, amable, respetuoso y de buen comportamiento. Tampoco flaco o gordo: su contextura; moreno, blanco, negro, cobrizo: su color; pobre o solvente: su condición económica; ni  que nos acaricie a cada rato colmándonos de abrazos y besos. De la misma manera no interesa que su pene sea grande y grueso, pequeño y delgado, grande y delgado, pequeño y grueso. El éxito de la felicidad sexual depende de una buena estimulación previa al coito; existiendo eso,  ambos estaremos  muy satisfechos.

−Tienes toda la razón, hermana,  no interesa las dimensiones del  órgano genital masculino o de otros factores; sino de una buena excitación. Así por ejemplo, el miembro del Arnaldo no es muy grande; pero cuando entra, aumenta su tamaño,  como el arroz que hincha en la olla.

−Con  el Fortunato Llacsahuanca, cada vez que me entrego a él; a pesar  que  realizamos el amor a escondidas,  a la zozobra del tiempo y de temor que nos encuentren, antes de hacer nos estimulamos muy bien. Iniciamos besándonos profundamente nuestros carnosos labios, luego nos chupamos la traviesa lengua; primero yo a él, luego él a mí. Así, jugamos un momento con ellas girándolas a todos lados como trompitos bailarines. A veces intercambiamos un traguito de saliva cada uno. Mientras nos ofrendamos esas cálidas caricias, él simultáneamente con sus cosquillosas manos me saca todas mis prendas de vestir hasta dejarme totalmente desnudita como Eva en el Paraíso; lista para iniciar una segunda etapa de estimulación erótica. La piel áspera de sus manos recorre mi cuerpo desde los talones hasta mi cuello, deteniéndose donde más me provocan cosquillas. Esas excitaciones hacen que mi cuerpo sienta requebrantes contorsiones de incontrolables deseos. Su dulce lengua recorre mis sensibles senos produciendo inquietas sensaciones, elevadas  erecciones y ardientes estremecimientos. Más abajo, siento que lo coloca  en los palpitantes labios de mi cosita, su rígido   pene  quemante y comburente como un tizón ardiente para avivar a la abrasadora fogata de lujuria que habita dentro de mi codiciada rendijita. !Ayyyy hermanita!, en esas circunstancias siento que  los excitantes cosquilleos de su pene provoca en mi órgano sexual una lubricación en exceso, más de lo que la naturaleza le concedió. Con esos roses que me sigue haciendo, se siente unos deseos  irrefrenables   que salen desde tan adentro de mi acostumbrado vientre,  provocando dentro de mi ser  una sensación desesperada e incontrolable. De tal manera que sí  mi vagina  tuviera manos lo agarraría al grueso y potente pene de mi adorado Fortunato, y lo  metería hasta donde más se pudiera introducir.  Luego lo sacaría, lo metería, lo sacaría, lo metería, lo sacaría, lo metería..., y finalmente lo  absorbería  todito  ese rico y espeso líquido al que yo le llamo la leche de la felicidad.

          Otras veces cuando aseguramos que mi esposo  tardaría en  llegar de su trabajo, hacemos el coito oral. Él con su cosquillante lengua excita a los palpitantes labios de mi deliciosa  vagina  veces sobre veces, de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba; dejando peinados los rizados vellos que abundan a su alrededor. Luego en forma lateral separa a los excitados labios hasta dejarlos entreabiertos y latiendo trémulos de ebria excitación, y a  libre vista, el turgente clítoris  que  vibra erecto.

−¿Y qué es el clítoris, vecinita?
−Es ese  miembrito que todo el mundo lo conoce con el nombre de lengüita. Por  la presencia de él en nuestro cuerpo, se dice que las mujeres tenemos dos lenguas y somos muy habladoras.  A ese también le hace deleitosas excitaciones que por momentos siento que lo succiona lo cosquillea, lo succiona lo cosquillea, lo succiona lo cosquillea..., tantas  veces que  provoca unas  sensaciones enigmáticas, indescriptibles  y desesperadas. Tal   es así,  que me hacen lanzar de rato en rato  gritos maullantes como los de una fiera salvaje. Con tan irrefrenable excitación me obliga a decirle que inmediatamente  lo introduzca su rígido miembro caliente y apaciguador, tan adentro, hasta donde más alcance su longitud.   Pero él, lejos de hacer lo que le pido, continúa haciéndome más cosquillas y más succiones que me producen enloquecedores y ardientes deseos de lujuria, hasta que finalmente siento que de mi vagina sale un torrente y vaporizante líquido como si fuera lava de un volcán en suprema erupción,  cuya fuente   se dirige por varios  cauces hasta  inundar todo el dormitorio de mi vivienda. Luego inclinándome un poco, con mis ojos desorbitados miro a mi dichoso Fortunato que absorbe desesperado toda esa copiosa inundación hasta consumir la última gota. Pues, como emanó en abundancia se esparció por sus ralos bigotes y su cara, y  varios chorros por diferentes partes de su cuello, que él lo recogía con sus dedos y  deliciosamente lo absorbía como si fuera un exquisito y muy agradable flan, que Fortunato después de lamerlo todo, levantando sus ojos al cielo dice bebido el manjar  más sabroso del mundo... Después, hago yo lo mismo con él, cogiendo a dos manos su excitado y descomunal  miembro erecto…

−¡Ay!, hermanita, ya no me cuentes más, porque todo mi calzón ya se humedeció. Parece que a mí también me va a venir ese chorro de flan que tú dices, con el sólo hecho de haber escuchado las ardientes y enardecidas relaciones que tú realizas con tu querido Fortunato. ¡Qué dichosa!¡ Qué venturosa, que eres! Dios te ha enviado la felicidad.

−Bueno, si ya no me permites que te siga contando, empieza  tú.
−No, hermanita, continúa nomás, quiero que me cuentes cómo la haces tú a él.
-Ya, hermana, te cuento una buenaza que nos pasó; algo que nunca me olvidaré.
−Te escucho.
−Una vez, cuando yo hacía relaciones con el Fortunato, de tan excitada que estuve me despertó la curiosidad de introducir por un momentito la voluminosa cabeza de su pene dentro de mi boca. Antes de ello empecé por manosearlo cariñosamente, luego retiré los pliegues del  enhiesto instrumento hacia abajo y lo manoseé con cálida pasión. Esta  misma maniobra la repetía  veces y veces.  En seguida lo acerqué a mi boca y empecé a succionarlo ardorosamente  como ternero maduro que da cabezazos a la ubre, para que la vaca suelte la leche. Le pasaba  la lengua por todo el cuerpo de su alargado y endurecido miembro hasta producirle crispantes palpitaciones. Dentro de mi boca sentía que el enardecido objeto se engrosaba y alargaba más y más hasta alcanzar proporciones desmesuradas e inestimables. Su enorme tamaño amenazaba con obstruir todo el interior de mi vestíbulo digestivo y  provocar una asfixia inminente. Cuando de pronto mi mano que tenía oprimido el alargado miembro, sintió intensas dilataciones como respuesta a las insistentes  fricciones que le ofrecía. Así  inició  una fase de alocados espasmos que anunciaban la descarga de una diluviana tormenta acompañada de mugidos ensordecedores. Luego derramó grandes cantidades de divina leche varonil,  que pasaba por mi garganta  espesa y vaporizante... Hermanita, aunque digas que soy una cochina por mi atrevimiento, pero yo me sentía la mujer más feliz del mundo;  aun estando asfixiada y  sin respiración. Así, en esa condición  soportaba las inmensas descargas de tan preciada esencia, que no fue  poco, sino una gran tempestad que se almacenó en mi estómago. Estuve cerca de una  hora bebiéndola, hasta que al fin logré absorber la última gota. Mientras eso ocurría, vi con mis perturbados ojos que mi  agradecido  Fortunato  dando escandalosos gritos de placer, sufrió un dichoso y convulsivo desmayo. Al tardar mucho para volver en sí, me puse  atónita y absorta de terror  pensando que se había muerto. No supe  qué hacer…Hasta que me vino la idea de darle respiración boca a boca.
−¿Y dónde haces todas esas exageradas relaciones?, ¿en tu corral o en alguna casa abandonada?
−No, eso lo hago en mi cama.
−¿Y no tienes miedo que tu marido te encuentre y te mate?
−No. Para ello aseguramos bien lo que vamos hacer. Generalmente lo  hacemos cuando mis hijos van al colegio y el Felipe va a trabajar; Fortunato entra por el corral, trancamos las puertas y aseguramos  los cerrojos.
-¿Y no temes que los vecinos escuchen lo que hacen?


-Sí, hermanita, pero tú sabes que en la hora de los  lascivos y dulces placeres una se olvida de todo,  pareciera que en esos momentos el mundo nos pertenece solamente a los dos. Claro que mis vecinos sospechan. Un día me preguntaron ¿qué me había pasado, que tantos gritos se escuchaban dentro de mi casa? Yo disimulando les dije que me había picado un alacrán cuando estaba arreglando mi cuarto.  Pues,  realmente esos alaridos no eran más que las deliciosas respuestas de nuestro supremo deleite sexual  que se expresaban en  escandalosas exclamaciones.   Por eso  que la gente del pueblo hace  muchos comentarios y habladurías acerca de nuestra informal e impía convivencia.
-¿Y qué tiempo convives con él?
-Ya como siete años, incluso el último hijo que tengo es de él. No te has dado cuenta que tiene algunos rasgos físicos parecidos a Fortunato; menos mal, que el muchacho ha  jalado más para mi raza; de no ser así, el Felipe ya se hubiera dado cuenta que mi Adrianito no es su hijo…
-¿Y si algún día se llegara a informar, qué ocurriría?
-Ya para eso tenemos un plan preparado.
-¿Y lo que realizas con el Fortunato por qué no lo haces de la misma manera con tu esposo?, ¿acaso él no te motiva igual?, ¿no te excitas bien con él? ¿Por qué no le comunicas que en el momento en que están haciendo el amor, tú no sientes placer?...

-Mira, hermana, yo con él me fui virgen al matrimonio, una mujer adolescente, neofita  y cándida en  los menesteres carnales. Desde el primer contacto sexual que tuve con mi esposo, sentí esa frialdad egoísta. Pues pensé que eso ocurrió por la emoción y la contención prolongada que tanto tiempo había esperado para hacerme suya. En el coito, dio rienda veloz a sus bajas pasiones y se quitó de encima sin decirme nada.  Entre mí dije: “¿qué, así serán las relaciones sexuales, tan rápidas y fugaces? ¿Acaso no producirán placer?  “Yo  he escuchado  decir a muchas personas, que hacer el amor es el deleite más supremo que hay en el mundo,   que es tan igual  gozar de la gloria celestial estando aquí en la tierra?  Pues, a mí me habían causado sensaciones muy dolorosas. Quizás en lo sucesivo  nuestras relaciones serían más complacientes y poco a poco alcanzaríamos la plena felicidad”.
        Siempre me interrogaba eso. Cada vez que hacíamos no había ningún cambio ni mejora alguna, él continuaba con su mismo  modo de hacer. Besarme un momentito,  sacarme la ropa,  colocarse encima,  abrirme las piernas e introducir su delgado pene. Luego aceleraba sus movimientos hasta que le venía su espeso chorro de leche y de  inmediato  se bajaba. Hasta ahora no cambia.  A veces  yo lo estimulo, lo abrazo, lo beso, lo acaricio con la finalidad de hacer un coito placentero, pero él lo mismo hace.  Como el gallo sube y baja  rápidamente, y me deja con todas las ganas…; justo cuando él acaba, yo recién empiezo a sentir esos enloquecedores orgasmos.

-Claro, valga la comparación que en el acto sexual, la excitación en la   mujer es más  lenta, es  como la ollita de tierra que  demora  en cocinar; mientras que el hombre es como el horno microondas que muy rápido se excita. Las dos protagonistas se carcajearon: Ja ,ja , ja..., ja, ja, ja...
-¿Y en ese momento no le puedes decirle que no has alcanzado  aplacar tus deseos sexuales?
-No; temo que él vaya a pegarme, me haga problemas y descubra algunas sospechas, como es un hombre machista y aferrado a su antigua crianza: mejor me callo.
-¡Qué?, ¿y no puedes decirle que practiquen algunas posiciones o formas diferentes de hacer el sexo?
-No hermanita, mejor me abstengo; lo único que hago  es  cerrar los ojos y  hacerme la idea  que estoy haciendo el amor con mi querido Fortunato. Y si eso le digo, sería  peor, sería mi  condena. Lo primero que me preguntaría: ¿quién te ha enseñado a hacer de esa manera? ¡Huy, hermanita!, ni hablar. Pues a los hombres machistas no se les puede decir nada de nuestra intimidad. Qué le vamos a platicar que en tal o cual posición me siento mejor, que tal postura me hace doler, que me desconcentra… Menos será mencionarle  que no hemos alcanzado placer; simplemente tenemos que callarnos para evitar problemas, aunque seamos infelices en el amor, cuando es  verdad que  Dios, el ser supremo nos creó para eso. Por esta razón es que me he visto en la necesidad de llamar al Fortunato, aunque me digan infiel.

-¿Y cómo nacen esas relaciones con él?
-Yo escuché un día en una conversación que este tal Fortunato hacía feliz sexualmente a su mujer; que la excitaba muy bien y la hacía subir hasta la cima del placer y dando sordos murmullos se desmayaba de tan grata satisfacción. Cada vez que con ella hacía el amor, le descargaba todos los deseos hasta por quince días; dejándola  escurrida toda la leche como  un porongo vacío, hasta que otra vez se llenara  gota por gota. Esa información fue, como si la pulga me hubiera entrado en la oreja; día y noche fui pensando en él. Mis deseos se avivaban por Fortunato incontrolablemente, hasta que un día por casualidad pasó por mi lado, y lo primero que hice fue darle una oportunidad de conversación, allí surgió un poco más de confianza. La próxima  vez que lo vi pasar, le hice bromas y sonrisas coquetonas y él también perdiendo todo escrúpulo de respeto me cortejó... y otro día que nos volvimos a encontrar lo cité a un lugarcito y allí llegó. De esa manera ocurrió nuestro primer encuentro, de donde salí convencida de su excelente motivación y de lo tan placentero que habían sido las relaciones sexuales; y lo que realmente una mujer puede ser feliz junto a un hombre que sabe hacer el amor. Desde esa fecha a escondidas convivo con él, haciendo todo por él, y en recompensa de la felicidad que me brinda, del diario que me da mi esposo ahorro para darle a mi querido Fortunato; incluso  le he hecho una promesa, de nunca separarme de su lado; porque es el único ser que me ha hecho dichosa en este mundo. De allí que he llegado a la conclusión que una mujer es feliz aunque no haya dinero, si sexualmente existe comprensión.
       Ahora sí hermanita, relátame tú, aunque yo tengo mucho más para contar; pero te narraré en cualquier otro momento.

“Yo seguía oculto detrás de los overos y los bichayos escuchando este interesantísimo diálogo. Entre mí decía: cómo son las mujeres infieles y procaces, a sus maridos les engañan. Pues, si estos se llegaran a enterar, quizás en el acto las matarían”.

- A mí me dicen “la Sacashucaquis”, no vayas a pensar, hermana, que cuando se hace las relaciones sexuales, con los apurados movimientos el pene suena como si le estuvieran sacando shucaquis. No, no es por eso, sino porque una vez mi marido llegó temprano del trabajo y casi me encuentra in fraganti, justo apareció cuando habíamos terminado. El Arnaldo salía por la puerta y yo aún estaba sobre la cama poniéndome el calzón. Arnaldo lo saludó de una manera muy cordial, gesto que disimuló cabalmente nuestra fechoría. Ellos se estrecharon las manos mutuamente; mientras eso yo me apuré en levantarme y corrí a la sala simulando estar enferma, todavía quejándome de fuertes dolores de cabeza. Sheba -le dije-, tan temprano han salido hoy día del trabajo.
 –Sí, se ha terminado el material por eso ya salimos todos a descansar –contestó sin denotar suspicacias.
-Yo, fíjate, desde la hora que tú saliste me he puesto muy mal, he tenido un intenso dolor de cabeza que no sabía qué medicina tomar, no sabía qué hacer. Menos mal que el vecino Arnaldo pasaba oportunamente por acá, y al sentirme así, le rogué que me sacara el shucaqui, para eso  lo hice pasar al vecinito Arnaldo, quien presto afirmó: shucaqui ha tenido la vecina. Sebastián, creyendo que era cierto le dijo: descanse vecinito, muchas gracias por haberle atendido en esta  emergencia a mi mujercita. Tome asiento, descanse vecino, hasta que Manuelita nos prepare un almuerzo, en tanto  que le pase su malestar.
      “Detrás de los overos yo pensaba que este sinvergüenza se había quedado a almorzar. Cierto, Arnaldo ni corto ni perezoso se sentó a esperar”.
      Y como las paredes siempre hablan, se difundió esta treta por toda la vecindad y desde esa fecha me bautizaron con el apodo de “Sacashucaqui” -relató Manuela.
    Pues, mira hermanita, a mí también me ocurre  lo mismo que a ti. Yo con el Arnaldo soy muy feliz. Me paso la gran vida, una vida de dicha y felicidad. Con Sebastián vivo en serios problemas, para todo discutimos, odio le he agarrado; muchas veces ruego que se muriera o que si Dios lo recogiera, en buena hora sería.

 -Pero él es simpático: pelo castaño, nariz perfilada, ojos claros, tez blanca y de buena estatura. Por su forma de conversar se deja notar un carácter apacible y tranquilo  -declaró Victoria.

 -Eso que sea guapo, hermoso, simpático  no interesa para ser felices, para vivir bien tiene que haber comprensión en todo, porque cuando se vive así, ni el manjar más exquisito sabe a dulce, sino amargo; en cambio, cuando hay bienestar, hasta un plato de agua con sal es sabroso. Esto coincide con lo que tú dices que la buena presencia de la persona no nos da la felicidad; sino, lo que importa es que como seres con sentimientos, tengamos derecho a recibir un buen trato y a ser comprendidas como tales; no sólo en nuestras necesidades materiales, sino en lo  más importante: nuestros afectos psicológicos y sexuales; particularmente en lo último. Cuando una mujer sexualmente está bien complacida, tiene gusto y humor para todo; de lo contrario, toda cosa y toda palabra que nos dicen, nos enfada -dijo Manuela con tono enfático.
-Eso es cierto, hermanita -afirmó Victoria.
-Pues en las relaciones sexuales andamos muy mal con él, cuando desea me pide que me entregue, si yo le digo que no, no me exige;  si es que  le acepto ni me acaricia ni me besa, solamente se preocupa por satisfacerse él y no le interesa si yo me siento retribuida, si logro excitarme o no. Creo que eso pasa con la mayoría de los hombres, ellos ignoran que las mujeres también debemos sentir placer en las relaciones sexuales. Y lo peor, es que no dan confianza para decirles que no hemos alcanzado plena satisfacción; que la postura que ellos practican no nos brinda suficiente excitación, por el contrario nos incomoda, desconcentra y  causa dolor. Como decirles que nos exciten de otra forma, y que nos haga  mitigar nuestra ansiedad. Nos consideran como cualquier objeto, por lo tanto, tenemos que callarnos y soportar que ellos nos tomen como quieren -aseveró Manuela deplorando su insatisfacción.
      Lo que no ocurre con el Arnaldo, en él tengo más confianza, le pido que me haga lo que yo quiero, que me coloque en diferentes posturas: el gato, el perrito, salto del tigre, la palomita, filo de catre, piernas al hombro, la carretilla, el helicóptero, el preso, el carpintero, el zapatero y otras fantasías más, como el beso negro, el coito oral,…, y con todo lo que realizamos: qué feliz me siento. Cada vez que hacemos, tratamos  que entre todito su pene, que no quede ni un milímetro afuera, cosa que cuando los labios menores y los músculos vaginales se contraen lo ajustan y se siente que entra ajustadito produciendo sensaciones, goces y placeres indescriptibles. Y cuando se dilatan lo sueltan al  endurecido miembro, haciendo que se resbale y vuelva a entrar, que  se resbale y vuelva a entrar, produciendo unos sonidos onomatopéyicos  similares al  silbido del pico de una botella, o  al  apurado relamido de un perrito que está tomando la sopa:  locc-loccc-loccc-loccc-plac-placc-placcc-placcc. Y por la parte inferior de mi apetecido orificio vaginal siento que se filtra un líquido láctico que sale calientito y espumeante, a irrigar la agrietada  piel oscura que cubre los testículos de Arnaldo, humedeciéndolos como lluvia feraz que cae sobre terreno sediento. Estos al sentir la humedad inmediatamente se agrandan y emanan torrentes cantidades de esa cara esencia varonil. Después de varias sobaditas  y  salvajes embestidas terminamos juntitos, y nos quedamos abrazadiiiitos con brazos y piernas  anudados como fieras en los celestiales confines del placer; emitiendo profundos suspiros como respuesta crepuscular de nuestra escena amorosa, hasta que nuestros músculos tensos se vuelven laxos y nuestra piel sensible se enfría erupcionando unos granitos por  todo nuestro cuerpo, como si fuera la piel de la gallina -departió Manuela con un tono de jadeante excitación, como si aún todavía estuviera en el acto.

-¿Dime cómo es esa posición del helicóptero y del preso? -interrogó muy inquieta Victoria y llena de curiosidad.
- Para mí, es la mejor postura que practicamos. Esa la hacemos cuando estamos bien excitados: yo me coloco sobre él, debajo de sus nalgas colocamos una almohada para que el pene sobresalga y yo giro vueltas y vueltas sobre él, con el instrumento adentro; y siento que me rebusca todos los rincones de mi con..., y termino aterrizando aparatosamente sobre un siniestro lago de leche -describió Manuela.
     Hermanita, yo también me he atrevido tanto, hasta arriesgar mi vida a cambio de esos deleitosos y prohibidos placeres. Una vez en la época de verano estuve en dieta; después que habían pasado muchos días que no podía comunicarme con mi querido Arnaldo, ni gozar con él.            Mi cuerpo ya no se encontraba tranquilo ni un rato; mi vagina, con el solo hecho de pensar que tenía que verme con él en cualquier momento, solita palpitaba y  se humedecía, y  mi vientre segregaba una  sustancia viscosa y amarillenta  muy  parecida al  moco, que al tocarlo se pegaba en los dedos y se estiraba como chicle,  y a mis ropas interiores las manchaban abundantemente. Esto me incitaba a buscarlo, y donde la encontrara  al instante me  entregara dondequiera, a la vista de quien sea y sin escrúpulos. Todas esas osadías   me ocurrían en esos días que la excitación era general y difusa, que estremecía todo mi cuerpo: era insoportable -relató Manuela.

      Como mi esposo se había dado vacaciones por ese entonces, mejor dicho había paralizado las construcciones; estaba en la casa y no salía a ninguna parte. En todo momento estaba a mi lado, ya me acompañaba a recoger pasto, ya  a juntar la leña, ya a traer el agua... Si estaba en la cocina, allí se sentaba a mi lado; en la sala, también; en el corral, de igual manera; de tal modo que  no me descuidaba para nada. Y yo, no podía verme con mi querido Arnaldo; hasta que una mañana me escapé bien temprano de la casa para dejarle un papelito, citándole que viniera por la noche al frente de mi casa donde había un solar abandonado; y allí detrás de la pequeña barda  acondicionara un lecho apropiado para el amor, a donde yo me escaparía. Para evitar sospechas  ingresaría por la chacra del señor Torres que colinda por la parte posterior del inmueble que queda al frente de mi ramada.
       Yo con mi esposo salíamos todas las noches a partir de las ocho a sentarnos en el banco de la ramadita, para recibir la  fresca ventilación vespertina de la suave brisa que a esa hora atenuaba el intenso calor que se sentía dentro de la casa. Y yo, me apartaría de Sebastián  pretextando hacer la necesidad del cuerpo, pasaría la barda y allí me entregaría como siempre. -Le dije en la nota, agregó Manuela.

         La primera noche, todo salió con éxito. Él me esperaba echado sobre el sólido lecho, tendido de espaldas con el pene bien erecto y duro como un mástil, enarbolando flameante la bandera de la lujuria. En las noches sucesivas como era de costumbre, pasaba la barda, me levantaba el vestido y me sentaba encima; y echándole miraditas de rato en rato a mi marido empezaba a restregarme aceleradamente; daba tres o cuatro movimientos y lanzaba otra miradita por sobre la barda  para prevenir que Sebastián nos encontrara en pleno pecado carnal. Así de esa manera terminábamos de copular dando sordos bramidos. Mi marido  parece que escuchaba los gruñidos que dábamos y me decía, ¿qué tienes Manuelita?, ¡tanto te demoras!, ¡avanza ya!... Fue así, que delante de mi marido  tantas  noches  hicimos el amor  en la penumbra de la radiante luna. Los zancudos le molestaban demasiado a  mi
  
esposo, obligándolo a caminar y caminar por debajo de la ponciana, espantándolos y matándolos a los que le picaban en los brazos y en la cara. Repentinamente una noche de mala suerte y desventura  mi esposo se acercó hasta la barda, y yo al verlo tan cerca…
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EL TABARDILLO




EL TABARDILLO

Una noche de manifiesto novilunio cuando el apacible cielo había tendido su manto sideral sobre los fértiles campos y las altas colinas del cerro Balcón, tras esa abismal oscuridad aparecían algunas estrellas madrugadoras con luz titilante y brillando azul entre la tenebrosa inmensidad, dejando apreciar ligeramente a los grandes ejércitos de nubes orientales que impulsadas por los vientos nocturnos venían a plegarse con otros extensos nubarrones que asomaban de occidente. Éstos al fusionarse formaban gigantescos cúmulos de gasas lóbregas, que al mirarlos detenidamente parecían estar fijos en el inmenso cielo sinfín, enlutando por completo a los poéticos campos del Verdetostén.
Aníbal Mondragón tuvo dos sueños tan verosímiles, los más cómicos y teatrales de su vida. ¡Quién podría interpretarlos? ¿Quién podría descifrarlos?
Durante el día estuvo trabajando como peón en un deshierbo de plátanos en la chacra de don Eusebio Padilla. Allí había derrochado toda su energía. Su cuerpo estaba lánguido, sus brazos débiles; su espalda sensible por los ardientes rayos del sol que todo el día había soportado. La rudeza de la faena se apreciaba en su camisa al observarse dibujadas en ella grandes manchas salinas producidas por el sudor. Su agotamiento se debía a que don Godo Fernández les había fatigado todo el día en el trabajo; este peón tenía por costumbre agotarlos y cansarlos a sus compañeros cada vez que le daban la oportunidad de ser el capitán de la cuadrilla. Pues, en tantas jornadas lo elegían como tal, por que llegaba temprano al trabajo o cuando los vecinos lo contrataban para ese fin. Ese día a don Aníbal Mondragón le acompañó la mala racha, ya le tocaba los surcos más anchos, ya los más pedregosos o ya los más herbosos; tanta era la adversidad que hasta las piedras se rodaban a cada rato a sus pies, incluso, la lampa Pava, su querida compañera que nunca le fallaba, ese día saltó bruscamente  sobre su pierna  y le produjo un enorme corte y un intenso y agudo dolor que su corazón se le quedó cimbrando por un largo rato; de tal manera que la suerte ese día estaba echada para él. La fatiga le cundió igual  que la nube gris cubre al otoño, oscureciendo por completo el silencioso mutismo que ya ocultaba en su ser.
     Aníbal Mondragón de manera inhabitual, esa noche se dirigió a su alcoba más temprano que en las anteriores. Era frecuente en él, quedarse después de cenar entre una y dos horas planificando sus faenas cotidianas de cada semana o conversando anécdotas que les ocurrían a los peones en el trabajo; aunque hacía quince días que sus hábitos habían cambiado por completo, se quedaba solo un momento alrededor del fogón y allí permanecía mudo, pensativo y ensimismado hasta la hora que se retiraba a su lecho.
      Fredesbinda Gamonal Vargas que así se llamaba su esposa, como de costumbre en las noches se quedaba en su cocina dos o tres horas junto a la lumbre pálida de un candil, ya para hilar su rueca, ya  para ovillar las madejas, ya para torcer los hilos; mientras que en las rojas brasas del fogón  se cocinaba el alimento típico de los peones para el día siguiente: el mote. O a veces se quedaba para abandonarse en sus obstinadas meditaciones, en sus tercos remordimientos o en sus acopiados rencores de antaño, que aprovechando la mansa tranquilidad del silencio y la inmensa soledad de la noche se entregaba a ese tipo de cavilaciones, hora tan propicia para ello.
   Al día siguiente habrían peones en deshierbo de yuca abajo en la hoyada, en el fundo de la Taya.
     Las horas de la noche pasaban lentas como las nubes nocturnas. Fredesbinda al escuchar el canto de un pájaro agorero que cruzó silbando muy cerca de su casa, su cuerpo súbitamente se espeluznó al sentir esa fría corriente de terror, inmediatamente despertó a sus hijas que dormían a su alrededor sobre los cueros de las borregas, las levantó y las condujo así medio dormidas hasta el dormitorio. Ingresando en él, los acostó en su cama y ella se metió a la diestra de su esposo dejando el lamparín prendido. Él no sintió su presencia, sin embargo minutos más tarde empezó a manotear, arrojar las cubrecamas y balbucir palabras inaudibles e ininteligibles; de esa manera dio inicio a la primera escena de su drama onírico. Pues, quién lo hubiese visto y oído a don Aníbal Mondragón botando los brazos y hablando disparatadas, hubiera pensado que estaba volviéndose loco o representando una actuación dramática; y, cada vez que la encontraran, se reirían de él  hasta tener dolor de estómago.
     La segunda escena comenzó con movimientos más bruscos haciendo exagerados esfuerzos para levantarse de la cama y dando gritos inexplicables. Ella tuvo intención de hablarle o moverle para que despertase; pero se detuvo porque tenía por cierto la creencia de que hablarle a los sonámbulos o a los que balbucen en su dormir, éstos quedarían trastornados o locos por toda su vida. Después de varios intentos que hizo se tranquilizó hasta quedarse dormido en un apacible, manso y sordo sueño. Pero media hora después se le escuchó exhalar rudos ronquidos: joooo, joooooo, joooo...; sonido onomatopéyico que por instantes aumentaba la intensidad de su volumen llenando la casa con su rumor, y, cuando disminuía apagaba por completo el silencio de la noche. En ese ritmo estuvo un largo rato, aumentando y disminuyendo, aumentando y disminuyendo el runruneo...Cuando el ruido cesó, el ambiente se quedó enmudecido y en sosegado sopor.
        En el pecho de Fredesbinda Gamonal el odio y el rencor estaban anidados como sierpes que duermen en un solo nido y que despiertan al mínimo sonido de un  rumor, listas para agredir a quien se las toque o a quien con ellas choque. Estando acostada al lado de su esposo sentía que el rencor crecía como lanzas punzocortantes que penetraban en diversas partes de su sensible pecho, haciéndole tantas cribas como espacio ya  podía caber. De igual modo, el odio ahogaba su pecho y se anidaba muy duro en su cuello a medida que transcurrían los días desde acaecido el fatal acontecimiento: la muerte de su hijito. Estas dos iniquidades le impedían conciliar un tranquilo sueño y a su alma la tenían enturbiada en medio de una borrasca de dolor.
       En una tercera escena de intensa intriga y de máxima exhibición del drama, se le escuchaba articular palabras más audibles, más nítidas y más patéticas; en ellas  expresaba ciertos clamores que evidenciaban la claridad de su aflicción. A medida que aumentaba su desesperación se comprendía que se trataba de un parto inusual, insólito y extraño, nunca antes visto en el mundo entero. Pues, se le escuchaba decir: voy a parir, «¡Vayan a traer a la partera!»,¡vayan a llamar a mi comadre!, estoy con dolor de parto, ¡voy a parir!... ¡Ya me cogen los dolores, y cada son más fuertes, más intensos, más dolorosos!... ¡Pero corran..., avísenle!...¡Los dolores me matan!... Y daba gritos desesperantes: ¡Ayy!,¡Ayyyy! ¡Ayyyyy! ¡Ayyyyy...! ¡Mi barriga se rompe! ¡Mis caderas se abren, se parten, se rasgan! -Gritaba angustioso el hombre aferrándose bruscamente a la escalera-; allí emitía gritos tremebundos: ¡Me muero, me muero! ¡Sálvenme...! ¡Auxílienme...! ¡Socórranme...!  Luego cogió una cubrecama la tendió en el piso, y se acostó abriéndose de piernas. Allí se retorcía haciendo fuerza, tanta fuerza como movimientos descomunales hacía para poder parir; pero nada, todo su esfuerzo parecía inútil..., era imposible.
     Fredesbinda –se decía- está complicado su alumbramiento entre sordas risas y calladas carcajadas. Él seguía acostándose y levantándose, acostándose y levantándose, veces y veces...; abrazándose en la escalera hacía tantos denuedos desnaturalizados, y nada. «¿A qué hora llega la partera? -decía –. Se volvía a acostar en el suelo, se cogía el abdomen, sus partes inglinales, sus caderas y volvía a dar gritos desaforados e impacientados. El drama que exhibía Aníbal Mondragón era realmente jocoso y extremadamente cómico. Fredesbinda para poder contener su risa, se cubría la boca con sus manos evitando no hacer mucho ruido; pues, si hubieran presenciado esta festiva escena doña Malquita, doña Agustina Pérez y doña Amalia Roque, como eran tan reilonas y escandalosas en sus carcajadas, seguramente se habrían orinado en sus calzones de tanta risa; y quizás lo mismo le hubiera ocurrido con cualquier asistente a un teatro, ante una escena   tan comediante  como esta.
     Quejándose, quejándose se había quedado dormido otra vez en sosegado y tranquilo sueño hasta el día siguiente, sin sentir siquiera el alegre canto de los gallos, ese ruidoso pregoncito con el que anuncian cada nuevo amanecer. Fredesbinda continuó despierta no sé hasta qué hora, tan entregada a sus amargas meditaciones y aburridos resentimientos que a esas horas porfiadamente le martillaban su pecho, y abrían de par en par los cauces del dolor, sin saber hasta cuándo ni cómo remediarlo.
     Había pasado quince días de la muerte de su hijito. Los recuerdos yacían tan recientes como si los hechos hubieran acontecido en aquel instante, estaban sangrantes y desgarrantes como una llaga que al tocarla, inmediatamente chispea sangre por todos lados. Las frías miradas, secas y profundas que utilizaba Aníbal Mondragón en su mirar, eran agudas espinas que punzaban la herida abierta del corazón de doña Fredesbinda. Las acuciosas informaciones que solicitaban las vecinas sobre la muerte de su bebito, eran cardos que laceraban su dolor. El estigma que había causado la muerte, era tan profunda, abismal y desbarrancada;  que por más que el tiempo transcurriera, que es el mejor el bálsamo para el olvido, nunca  cicatrizaría.

       Recordar a su hijito llorando entre sus brazos, durmiendo en su cuna, haciendo muecas de sonrisas; y luego, intempestivamente verlo morir, era para la señora Fredesbinda, reminiscencias imborrables. La muerte súbita era inaceptable; aquel niñito que iba a ser el patente retrato de padre, don Pío Gamonal Cabanillas, su imagen y semejanza: su rostro coloradito, su nariz perfilada, su frente espaciosa y calva, sus  pestañas largas que se rizaban por encima de sus ojitos de pupilas verdeoscuro; aquellas que se pondrían verde claro y brillantes cuando sería grande; esas, jamás las podría olvidar.
     La   muerte súbita que le segó la vida en menos de dos horas a su indefenso parvulito, a su ñañito, a su angelito, a la prenda de su corazón, al retrato de ascendencia. ! Era un hecho irreparable! ¡Qué pena...! ¡Qué desgracia...!
      En el momento en que estaba preparando la merienda para los peones; escuchó un extraño grito de su bebé, que al oírlo inmediatamente dejando todo su quehacer corrió a verlo; luego de sacarlo de la cuna y darle sus pechos lo observó cuidadosamente todo su cuerpecito para ver si algo le había ocurrido.... El reciennacido no aceptó la leche de sus senos, por más que ella insistió, él no admitió nada; por el contrario  se desgañitaba gritando, y cada grito que daba en desmayos momentáneos terminaba. Era inexplicable el motivo de sus gritos. Momentos después cuando la tenía entre sus brazos empezó a morotearse las orbitas de sus ojitos y de sus labiecitos y el volumen de su vocecita fue apagándose débilmente. Estos signos funestos dieron la voz de alarma a la señora Fredesbinda, que pensó que algo grave podría ocurrirle. Viendo este drama se desesperó, y no quedándole otra alternativa tuvo que recurrir donde su comadre Eloisa Becerra, la partera y madrina de suelo del hijito, para que de emergencia lo atendiera en este caso de extrema perentoriedad. A toda prisa entró en su cocina, cogió su chal, echó la hierbaluisa a la tetera, las arracachas a la olla, cargó su bebito y corrió. En esas circunstancias no importaba más, que salvar la vida de su ñanito. Su comadre, la curiosa doña Eloisa Becerra, quien con su experiencia de veterana curandera había vencido victoriosamente a tantas enfermedades desconocidas y sanado a cientos de enfermos de dolores agnósticos y de patologías ignoradas; supuestamente ella conocía los secretos terapéuticos para sanar a su hijito: ella sería la solución.
      A paso ligero cruzó la quebradita de aguas claras, la única que les abastecía con su líquido elemento durante toda temporada del año; esa que sus diáfanas agüitas bajaban dando sordos saltos por en medio de una oscura roca hasta desaparecer por dentro de un zanjón orillado de verdes arbustos. Dándose prisa recorrió la larga travesía que iba encallejonada entre espinudas pencas que alinderaban los terrenos del vecindario, las que a la vez  servían de cerco para impedir el ingreso de ganados vacunos y ovinos a las chacras de cultivo. Asimismo, estas plantas se utilizaban de materia prima para la elaboración de las sogas; actividad artesanal que tenía gran demanda en la zona. Luego de recorrer el callejón volteó por un trecho encajonado de bordes escalonados y abundante pedregal por donde cruzó a pasos desesperados y avanzaba a zancadas  el angosto sendero que todavía faltaba un largo tramo para llegar a la casa de su comadre; de pronto escuchó la voz de don Nicolás Solano quien con voz estentórea venía a su encuentro arreando a su engreída y afamada yunta, la más conocida por su brío y su bravura. Él, al tono peculiar de su voz caminaba avisando a la gente para que se quitaran del camino, y no quedaran expuestos a las cornadas de sus toros. Al toro « Bayo» lo llevaba adelantado y al «Choloque» jalado, este último que tenía las astas erguidas y los ojos fieros, era el más bravo, el más temible, el más agresivo; él era el que a todo el mundo amenazaba con astearlo, y el que  siempre andaba corneando los poyos y los árboles, rascando tierra y pitando; al único a quien obedecía, era a su dueño.
      Doña Fredesbinda que estaba tan quebrantada físicamente, no teniendo otra escapatoria para librarse de este inesperado encuentro de los toros bravos, haciendo un sobrenatural esfuerzo, igual que gato techero, como pudo subió a una planta de chirimoya que se encontraba en la orilla inferior del camino; para que así don Nicolás pasara con su yunta. Al cruzar por su lado, el toro más cimarrón comenzó a bufar, a rascar tierra y cornear las paredes del rústico camino. A su dueño por más que lo jalaba, no le hacía caso, seguía escarbando el suelo, tumbando tierra con sus astas y dando bramidos asustadizos; demostrando con estas acciones taurinescas, su fiereza y su bravura.
       Luego acercándose al chirimoyo corneaba tenazmente al tronco, hasta hamaquearlo con cada embestida que le daba; en tanto que doña Fredesbinda arriba en el árbol gritaba de miedo aferrada en las ramas. Don Nicolás tiraba enérgicos jalones a la soga para que el toro cesara sus embestidas, pero nada; al fin, cuando le gritó con tono dominante y furioso:!Teza toro, teza!,!teza Choloque, teza!,el enfurecido animal al temor de la voz prepotente de su dueño, cedió. Por fin pudo descender y continuar su camino. Al bajar del chirimoyo sintió que otro torrentoso flujo de sangre se desprendió de su vientre, que casi la hizo desfallecer; pero como toda mujer andina, es heroica, valerosa y contumaz, a trancos y a zancadillas redujo el camino y en minutos llegó a la casa de su comadre.
     Desde lejos nomás llamó: ¡Comadreee! ¡Comadreee! ¡Comadre Eloisa!, cuidado con los perros. La señora desde su cocina contestó: llegue, llegueee; ¡llegue nomás comadrita, llegueee!
-Buenas tardes comadre.
-Buenas tardes, comadre ¿Qué pue ya siasti levantau? ¡No, será pa bueno! ¿No le habrá doliu el parto, comadre? ¿No hace dos días que recién hasti dau a luz? -interrogó doña Eloisa con expresión de sorpresa y asombro, al ver a su comadre con el rostro marchito y desfallecido.
-Sí pues, comadre, aunque me haya doliu, tengo que cumplir con mi deber, porque el maldiciau de su compadre, me ha obligau el día de hoy a llevar comida para diez peones hasta arriba a Chucllapampa donde está  sacando el monte de la inverna.
-¡Qué...! ¿Y siasti levantau comadre?– replicó asombrada.
-Sí, y tuavía porque miay hecho tarde con el almuerzo, mia pegau delante de los peones.
-Ese mi compadre se pasó de ignorante y de malnatural, por cometer esos abusos merece una buena paliza, comadre.
-Eso sería bueno comadre, no solamente una buena paliza sino una pringada con agua hervida para que le sirva de escarmiento; enmiende, y aprenda a valorar a su esposa. Pero yo, no me atrevo comadre.
-¡Yo pues, comadre!, a mí no me va a venir con vainas, que bueno va a ser que abuse de esa manera, esas son acciones de hombres bárbaros y malvados, comadre. !Qué  espere, comadre!, ¡qué  espere!, ¡hoy día va a ver!, !hoy va saber lo que valen las mujeres!- puntualizó con tono amenazante.
-¡Ayy, comadrita! Antes que nada, quiero que de emergencia lo atienda a mi bebito, que está agonizando y a punto de morir.
¡A ver, a ver, comadre! ¿Qué cosa tiene? ¿Qué le está pasando? – preguntó con una mirada de espanto, y acercándose a su lado.
-No sé que tendrá, comadre- respondió con una mirada interrogativa y el corazón pedazos de dolor-, sus ojitos están moraditos, sus labiecitos también-, expresó ahogándose en su llanto.
-¡A ver...! -dijo doña Eloisa-, ¡bájelo!, bájelo rapidito, suéltele las manitas.
Desenliaron la larga faja variopinta que ceñía a los bracitos, luego le desataron el gorrito de tela ribeteado con blondas blancas, debajo del cual tenía una venda de algodón que cubría la mollera.
      Doña Eloisa Becerra frunciendo el entrecejo y moviendo la cabeza, diagnosticó: ¡Este muchachito ya no vive!, ¡le ha dau el tabardillo!; seguro que les has dau de mamar leche soleada y encima que has teniu cólera, sí eso es así, ya lo mataste a tu huahuita. Ya ve usté  sus uñitas también están negritas. ¡Tabardillo es! ¡Tabardillo le ha dau!
-Ay, comadrita, haga algo por favor, cúrelo a mi hijito, no le deje que muera, cúrelo, cúrelo por favor –suplicó con una genuflexión desfalleciente-, en tanto que a sus ojos acudieron rápidamente mil lágrimas de tristeza que  rodaron como perlas por sus húmedas mejillas.
-Bueno, comadre, por si acaso preparémosle un emplasto con sangre de cuy negro para colocarle en los piececitos y en la cabecita; y un extracto de flores y hojas de esas maravillosas plantas que aquí tengo en mi huerto,- dijo señalando algunas de ellas, que por esa época estaban florecientes y en pleno retoño. Ya, en ese momento de emergencia, para conseguir la leche de las tres mujeres, que también es un excelentísimo remedio y el más eficaz para curar este mal, sería muy difícil ir a buscar una mujer blanca que esté dando de lactar, una morena y una trigueña, imposible; aquí en el lugar, morena,  solamente doña Orfelinda Roque, pero ella ya no tiene hijo pequeño; blanca, doña Rosaura Vásquez, tampoco está dando de mamar; trigueñas hay varias, pero con un solo tipo no se prepara el remedio;  esa posibilidad quedaría descartada –acotó como apresurarse en preparar lo otro.
       Cuando la señora Eloisa entró a su cocina, los cuyes en su cuyero corrieron alborotados de un lado para otro hasta meterse debajo de una tarima. Al poco momento salió con un filudo cuchillo y un tazoncito de porcelana en una mano y en la otra un cuy negro pataleando. La señora inmediatamente cogió las patas del cuy entre los dedos de su pie, con una mano la apretó el cuello y con la otra le cortó la yugular, mientras doña Fredesbinda hizo la tarea de recibir la sangre en el tazoncito floreado. Doña Eloisa después de haber exprimido la última gota se dirigió a su jardín para recoger las hojas de los encrespados cachorrillos, de las verdimoradas lancetillas y las flores rojas de las espinudas rosas; luego los llevó a tostarlas en una callana que estaba calentándose sobre el fogón.
     Mientras se exponían al calor del fuego molió unos granos de maíz blanco en su batán hasta convertirlo en harina, a ello le agregó la sangre y el zumo de las hojas chamuscadas, todo lo batió en el tazoncito hasta formar una masa. Hecho el emplasto la colocó sobre la cabeza y en los pies del enfermito como estaba dispuesto. Del sobrante hizo un prodigioso jarabe al cual le agregó una cucharada de una agua cristalina que la vació de un frasquito que tenía la figura de un Rey que al parecer sería Agua de Azahares, y le adicionó otra, de un frasco que tenía el dibujo de una hermosa Damisela que en letras rojas decía: «Maravilla Curativa». De este jarabe le dieron de beber unas gotitas exprimiéndolo sobre su boquita con un algodoncito embebido de este remedio. Madre y comadre miraban con atenta observación todos los mínimos movimientos que podría hacer para reaccionar del moribundo estado en que se encontraba, con la esperanza de verlo reanimado. Algunas gotas las absorvió y otros las babeó. Dio dos hipos e hizo un pequeño movimiento de su cuerpecito y de sus manitas. Al ver estos signos de vitalidad doña Fredesbinda llenándose de ilusiones le dijo a su comadre: derrámelo el agüita de socorro y póngale su nombrecito, veo muchas esperanzas de que se cure mi hijito, récele una oración y una plegaria a Dios que Él nos estará escuchando.
     Doña Eloisa Becerra procedió a realizar el consuetudinario acto de cristianismo antes de los ocho días como era la usanza del lugar. Utilizando la flor de un clavelito rojo hizo caer sobre la frentecita la sacramental agüita preparada de maíz blanco endulzada con unos granitos de azúcar Candi. La roció haciendo la señal de la cruz, y rezando tres Padrenuestros tres Avemarías, el Credo y el Diostesalve; simultáneamente al derramamiento del agua del  socorro le asignó el nombre de Dagubertito.
-Doña Fredesbinda que estaba muy atenta a la ejecución de todo el rito sacramental, corrigió diciendo: Daguberto nomás que sea, comadre, porque cuando esté grande sus amigos se han de burlar de su nombre, ya que la terminación «ito» es para formar los diminutivos, pues, de quedar así, da la idea que fuera nombre de un niñito, y todos se mofarían de él como se burlan de don Juanito.
-Tienes razón comadre, pero ya no se puede rectificar.-acotó ceremoniosamente.
       Cuando concluyó con el acostumbrado acto de cristianismo, Dagubertito dio dos profundos suspiros en los brazos de su madre y dejó de existir. Fredesbinda Cabanillas al observar este aciago final se obnubiló y se anegó en medio de un profundo mar de tristeza. Allí gemía, gritaba, se exasperaba y ... ¡No puede ser! ¡No puede ser! ¡Haga algo comadre! ¡Haga algo!, tal vez sea solo un desmayo- exclamaba encabritándose y desgarrándose en amargo y penoso llanto. Llanto que bañaba el rostro del difuntito como una lluvia de lágrimas desilusionadas. Doña Eloisa al ver que todo el rostro se tiñó de negro entero certificó el fatal deceso del parvulito, diciéndole a doña Fredesbinda con palabras consoladoras: Cálmese comadre, la vida es así, como la luz de una vela que viene el viento y la apaga. Además, al cielo ha ido su almita por que estuvo esperando la bendición del sacramento, y desde allí ha de derramar sus bendiciones para usted, y algún día tendrá otro hijito quien sabe más hermoso que él. La madre llena de dolor y desencanto cayó desmayada al piso al no poder soportar el infausto desenlace. Pues, era un hecho trágico, infortunado y trascendente para ella, lo que tanto había ansiado para ser feliz en su hogar, eso que su esposo tanto le exigía: un hijito varón. Ese día su sueño logrado y hecho realidad, se esfumó hacia el infinito por entre las oscuras nubes de la desventura.
       Después de un rato doña Fredesbinda se incorporó extrañada de una exasperación indecible, llorando y llorando encaminó su retorno acompañada de su comadre Eloisa, quien cargó al difuntito en sus espaldas envuelto en su bayeta azulmarino. En el transcurso del regreso iban como invitar a los vecinos para que acompañaran al velorio, y a los que preguntaban sobre el suceso les daban someros detalles.
       Eran ya cerca de las cuatro de la tarde cuando  se acercaban a la casa. Allí vieron  a don Aníbal Mondragón descansando en medio de los peones, quienes se habían sentado formando una fila en el banco de madera que circundaba el patio. Él allí esperaba impaciente que su esposa llegara para que les sirva la merienda; sin sospechar mínimamente lo que habría podido ocurrir. Cuando las dos mujeres asomaron a la pirca escucharon la voz solloza de doña Fredesbinda, quien llegaba llorando y llorando teatralmente tras de doña Eloisa. Don Aníbal no bien escuchó el llanto, se alarmó y se puso de pie, denotando en su semblante una expresión de preocupación. Los peones que estaban a su lado al instante se pararon como movidos por un solo resorte con la misma inquietud de informarse lo que habría sucedido. Aníbal Mondragón al confirmar, que era su esposa la que se desgañitaba llorando, un pensamiento funesto se cruzó por su mente como si hubiese sido un rayo celeste que vino atravesando las montañas. Desde ese momento su alma se hundió en el mar negro de la congoja y del remordimiento.
      Los peones asombrados preguntaron en coro: -¿qué cosa había pasado? La señora Eloisa adelantándose en responder a la inquieta interrogante de la peonada, explicó con actitud vehemente todos los detalles, y de manera pormenorizada la fatal escena del infausto desenlace. Y  exaltando el tono de su voz, narró en forma enérgica las causas de la repentina muerte del bebito, acusando a su compadre como responsable directo del aciago acontecimiento. Totalmente iracunda y furiosa se desplazaba por el patio señalando al cielo con su rueca, al mismo tiempo que acusaba a los presentes de hombres  abusivos, perversos y malnaturales. Daba golpes a su rueca en el suelo con intenciones de descargar su cólera sobre cualquiera de ellos; aduciendo que todos eran cortados con la misma tijera y que merecían ser molidos las costillas a palos en pago de sus actos desmedidos, beligerantes y deliberados en contra de sus indefensas esposas. Cuando su furia se exacerbó y su ira se colmó, se acercó hasta su compadre y con ímpetu le propinó más de una docena de varazos. Los peones que estaban a su lado se retiraron temerosos de ser víctimas de su exaltada cólera. Doña Eloisa dejó de castigar a su compadre cuando el instrumento de hilar se rompió en las costillas. En cada varazo que le daba le hacía una exhortación y una reprimenda: ¡Es usté, compadre, un bruto, un ignorante, un abusivo, un bárbaro que no se da cuenta de lo que hace, si esta vez por su culpa, por su ignorancia y su apuro ha muerto su hijito, la próxima morirá mi comadre, allí sí que no le perdonó, compadre; lo denunciaré...
      El tabardillo le ha dau, porque usté no ha teniu compasión de su mujer, abusivamente lo ha pegado y lo ha maltratado. Ella ha tenido cólera y le ha dado la leche soleada al bebito y por eso ha ocurrido esta súbita desgracia, que ha sido la causa del fatal destino de su hijito. Este pobre angelito que tan presto llegó a este rústico paraje de flores rojas, y encontró el oscuro barranco de la desdicha. Ya ve compadre, qué ha sacado de su apuro, qué ha ganado de su machismo, qué ha ganado de su prepotencia -inquirió con acento furibundo-.Nada..., nada. Doña Eloisa Becerra que aún no había descargado toda su furia, estaba negra como una tormenta que amenazaba con diluviar una tempestad de truenos y relámpagos contra cualquiera que algo dijera a favor de don Aníbal Mondragón. Para continuar con sus amonestaciones jaló una raja de leña de la esquina del corredor y con ella conminaba acercándose a todos sus compadres de quienes sabía que también maltrataban a sus esposas. Les acusaba de machistas y aprovechativos de la docilidad de sus mujeres, sin reconocer que ellas por la gracia de Dios son seres que trabajan arduamente por el bienestar de su hogar y de sus hijos, y sin abandonar su fatiga y su optimismo luchan permanentemente para que su familia salga adelante. Por tal razón, ellas merecen el máximo respeto y la magna consideración de sus esposos.
      Aníbal Mondragón recibió la paliza sin atinar a defenderse para nada, permaneciendo en actitud pasiva por consideración y respeto a su comadre. Por un buen momento se mantuvo en actitud sumisa, grávido de pavor y de vergüenza. Con la cabeza genuflexa sobre los hombros disimulaba los dolores que rajaban sus espaldas; mientras doña Eloisa se desplazaba todavía iracunda y colmada de enfado por todo el patio de la casa, amonestando y amonestando reiteradamente a su compadre y en forma indirecta a los demás. Sí hoy día murió su hijito y por desgracia que mañana muera mi comadre con tanta sangre que ha derramado, yo seré la primera en quejarme ante la justicia y exigiré que le apliquen  todo el rigor de la ley y le lleven a la cárcel por abusivo perverso y propasado; y no solamente a usted, sino a todos los que abusan y les castigan a sus mujeres adredemente; así como lo demandé a don Nelson Becerra, hijo de mi primo, que mató a su mujer a patadas, a mi comadre Delfina Malca , la infortunada difuntita que de Dios goce y en paz descansa;  hoy purga su delito  tras las rejas de la libertad.
      Y así como él, hay tantos que deben ir la cárcel por que han cometido graves crímenes contra sus esposas haciéndolas abortar a golpes y a patadas, impulsados por su ira, su machismo y su complejo de mandamases del hogar; negando a sus esposas el derecho a reclamar y a decir una palabra que manche su hombría. Yo como partera, informada de tantos casos, y mujer de corazón sano y de sensibles sentimientos humanos, me he callado por pena y compasión de mis ahijados; pero de hoy en adelante, yo seré la primera en demandar justicia en defensa de los auténticos derechos femeninos, y en forma muy particular: el derecho a la vida y a la  dignidad. En eso seré implacable, obstinada y pertinaz, y nunca me cansaré en luchar hasta abolir de raíz todo tipo maltrato físico, moral y emocional del que todo el tiempo somos víctimas las mujeres; y que año por año, siglo por siglo venimos cargando sobre nuestras espaldas el pesado yugo del servilismo, de la marginación y el abuso. !Basta ya de dolores ¡ ¡Basta ya  de atropellos! ¡Basta ya,...!-Concluyó frenética-. En tanto que los peones Se mantenían en absoluto silencio y con temor de recibir la segunda descarga de doña Eloisa que todavía se desplazaba en actitud amenazante por el patio.
Aníbal Mondragón permanecía callado y abstraído en un profundo mutismo a causa del aciago acontecimiento, resultado de su violencia y de su machismo; mientras que los peones sin hacer ningún gesto de defensa a su favor; con su silencio daban su voto de aceptación a las demandas y exigencias que doña Eloisa hacía. Y, aunque sea por ese momento; porque después, volvían andar en su habitual forma de pensar y tratar machistamente a sus esposas. El ambiente a esa hora estuvo muy tenso por las vociferaciones, la furia, la tristeza y el dolor,  como  el cielo azul que se enturbia de nubes grises cuando llover.
       Doña Fredesbinda entró a la cocina para servirles la comida y doña Eloisa Becerra al no escuchar ninguna intervención de parte de los peones, arrojó al piso con toda su energía la astilla de leña que tenía en su mano y siguió a su comadre. Al poco rato los llamaron para que pasaran a merendar. En La mesa reinaba un mudo silencio, nadie se atrevía a decir una sola palabra, solamente el único rumor que se escuchaba era el sonido tintilante de los platos y cucharas. Cuando ya casi terminaban de comer, sorpresivamente vieron la luz celeste de un aterrador relámpago y escucharon asustados el pavoroso impacto del rayo que cayó muy cerca de la casa destrozando por mitad al más grande de los eucaliptos que don Aníbal allí cultivaba, y segundos después el terrorífico sonido del trueno que retumbó en sus oídos con una fuerza extremadamente horripilante que los dejó ensordecidos a todos por un buen rato ¡Qué miedo…!
      Ni bien había pasado el fenómeno de terror empezaron a retumbar en las cercanías una tormenta de truenos de menor intensidad que parecían dinamitar las crestas de los cerros y explotar las truncadas aristas de las lomas. Después de ello cayó una descomunal lluvia del cielo acompañada de un diamantino granizal. Los granizos rebotaban por todo lado; saltaban como alverjas del patio al corredor del corredor a la cocina, de la cocina a las mesas, de las mesas a las tarimas, de las tarimas a las paredes, y de las paredes volvían a los platos a las ollas y a las tazas; y otros más osados iban a chasiarse en las brasas ardientes del fogón. Al fin de la tormenta la casa se inundó de cristalinos diamantes que poco a poco se fueron derritiendo. 
      Durante la precipitación de la torrencial lluvia, todos habían estado callados, irresolutos y consternados. Luego que disminuyó su intensidad salieron al corredor; ésta, aún continuaba repiqueteando sobre el tejado y sacudiendo las ramas de los cafetales y arqueando las hojas de los plátanos. De rato en rato soplaba un ventarrón muy fuerte que arremetía con toda fuerza a los cordeles de la lluvia contra la pared, dejando bañado por completo el corredor de la casa y encorvando hasta el suelo a los álamos y eucaliptos veces sobre veces, cual si fueran débiles ramajes que la brisa suave los sacude. Mientras menguaba la tormenta todos entraron en la sala y se dispusieron arreglar el recinto fúnebre para la celebración funeral. Don Fermín Villalobos colaboró desarmando las camas y subiendo las herramientas al terrado, don Manuelito Fernández y don Abdón León levantaron al terrado los granos de las cosechas para que no estorbasen; en tanto que otros barrieron, limpiaron la sala, colocaron una mesita larga en el rincón derecho y dejaron todo habilitado para el velorio. Concluida la ambientación lo pusieron sobre la mesa el cadáver del difuntito cubriéndolo con una sábana blanca.
        Cuando la lluvia disminuyó su furor, desde adentro de la sala se escuchaba el griterío de la gente de la otra ladera que llamaban despavoridos: ¡Derrumbo, derrumbo! cuidado con el derrumbo; otras voces casi inaudibles que decían: ¡Mi vaquita, mi vaquita!, ¡el derrumbo!; pero el sonido brusco de las aguas de la quebrada rompía el mensaje en pedazos, interceptando casi por completo la nitidez de la información.
       Cuando la lluvia cesó, todos salieron al corredor para mirar el despejado panorama, incluso las gallinas que habían estado acurrucadas debajo de los bancos abrigando sus pollitos, salieron a buscar gusanitos en el patio agujerado por la lluvia, después de desperezar sus alas como abanicos y estirar una de sus extremidades. Los celajes iban desapareciendo y los purpurinos rayos del astro Rey alumbraban lánguidos por entre los extensos retazos de nubes blancas que se habían venido esa tarde hasta el borde los cerros para llevarse el día, como siempre lo hacían cada vez que llovía. A esa hora del crepúsculo los arreboles permanecían quietos sobre la cordillera, el sol yacía sentado como un monarca  sobre el abra tapizada del cerro Trespicos, desde donde enviaba sus miradas señoriales a todas las comarcas vecinas de ese lado del Verdetostén, hasta la hora que desaparecía por el oscuro horizonte.
 La noche que venía cubriendo los fértiles campos con su manto extendido por los cerros, las colinas y las hoyadas, y, delante de ella asomaban unas ráfagas de aire anunciando que esa noche ya no volvería a llover.
Los peones después que habían colaborado en la ambientación, nuevamente se ocuparon en sendos trabajos; unos fueron a partir la leña, otros a recoger y traer el agua. Y  don Américo Medina acompañado de don Amarante Rosales que eran los más aparentes en la carnicería, mataron el carnero cebado para el banquete fúnebre de los acompañantes. Don Nerio Suárez que vivía arriba cerca de la fila del cerro Balcón se comisionó por iniciativa propia de avisar al vecindario para que asistieran al velorio del niñito que en vida fue: Dagubertito.
     En el lugar no había otro medio para comunicar, sino subiendo a la terraza del cerro Balcón, un altomirador excepcional, un topográfono habitual; desde donde tantas veces se había informado y pregonado al vecindario de estas infaustas noticias. Desde este lugar cuando dirigíamos la mirada al Este para llamar a algún vecino, lo escuchaba toda la gente del Nogal y con el eco del cerro Las Minas que repercutía y ampliaba la voz lo escuchaba el mensaje toda la gente del Potrero, del Romero y Tambudén. Al virar la mirada al Oeste se ve nítidamente al Guabo, al Chacato, a la Moyupana, al Triunfo y a Litcàn; y si llamamos en esa dirección el eglógico Huaylulo con voz retumbante repite los comunicados en ecos a la gente de Hualango, Piedra Grande y el Verde. Si desde este mismo lugar aunciamos una información en  dirección Noreste sería escuchado por el vecindario de Pampa de los Sauces, Chorro Blanco, Pimar, Maraypampa y Chupicallpa; y caminando unos metros más al Sur podemos observar otros tantos pintorescos lugares, singulares en su belleza y verdor: en síntesis, este relieve geográfico es un verdadero observatorio, un verdadero topográfono, no solamente por que servía de informatorio, sino también porque desde allí se podía pronosticar las épocas de lluvia y estío, de celajes y borrascas, y hasta las plagas naturales que afectan los cultivos de la zona... Desde allí don Nerio Suárez subiendo a la piedra silleta con voz potente convocó a los vecinos, llamándolos: vecinooooos, vecinooos, repitió tres veces la misma palabra, ante ese llamado algunos moradores del Nogal alarmados empezaban a responder: queee, queeee ; voces que con el eco de las peñas se hacían más sonoras, retumbantes y estruendosas; entonces él al comprender que era escuchado por todos, gritó:
-¡Ya murióoooooooo, ya murióooooooo! murió su hijo de don Anibal Mondragón. Yaaaa, yaaaa, ya vamos, ya vamooos,-contestaban las gentes de todos los anexos.
      Desde todas las cercanías, esa noche el vecindario concurrió masivamente al velorio sobreponiéndose a las vicisitudes del tiempo. Unos llegaban con linternas en mano, otros con mechones y candiles, muy a pesar de que el trémulo aire de la sofocada brisa los apagaba cada vez que asomaban a las lomas o las filas; pero la fuerza de la devoción y la rudeza de la costumbre, volvían a prendérselos y proseguían hasta llegar a la casa fúnebre. Por las travesías también el viento frío amenazaba con apagar sus lamparines inclinándolos su débil llama hasta hacerlo fenecer, de tal manera que los que alumbraban tenían que detenerse para impedir con su otra mano que el viento nocturno de la oscuridad no los apagara. Así porfiadamente llegaban a dar el pésame a los deudos y acompañarlos en su profundo dolor...
       Como si fuera aquel instante, que lo tuvo entre sus brazos; vivo, sano, gozoso y sonriente lo recordaba a su pequeño Dagubertito. Esa emoción de tener un hijito varón había habitado en su memoria como llamas crepitantes desde hacía mucho tiempo atrás. Pero, la desdicha, la fatal desventura, la muerte sanguinaria disfrazada de mujer con figura fantasmal y rostro cadavérico, que para salir a buscar sus víctimas usa sombrero gacho, su chal  largo en la espalda, algodones en la nariz, su hoz en la mano; y para simular sus andanzas siniestras y confundirse con las vecinas anda recogiendo pasto por los campos ataviada como cualquier campesina. Ese día apareció sin ser vista por doña Fredesbinda y de un mudo zarpazo le cegó la vida a su hijito como si hubiese sido una débil hierba que el calor la abrasó. Esa mañana que iba a cuestas con los trastos de comida en el cuello y su bebito en sus espaldas entonando su dulce llanto, tonada que se confundía con el suave rumor del silencio y el alegre trino de los zorzales que a esa hora andaban buscando su alimento en las tierras labradas y brincando en las pumaparas; música tierna que aliviaba la fatiga que convulsionaba su pecho en aquella larga cuesta del agreste sendero, que pedregoso, sinuoso y violento se erguía hasta llegar a la travesía del robledal, donde esos árboles verdes y frondosos  se levantaban en las alturas de chucllapampa. Ese lírico recuerdo, turbaba a su dolor  a cada instante.
       En cada curva, en cada recodo y en cada fila doña Fredesbinda se detenía para tomar aire, desosegar su cansancio y aspirar el dulce perfume de las flores que pintaban de colores a los bordes del camino que en ese momento entregan a la brisa sus suaves y delicados aromas, al sentirse acariciadas por los dorados rayos del sol primaveral. A las doce del día, en esa altitud, cuando sopla un aire tenaz por las abras del oriente, los rayos del astro emperador por más calor que impongan se enervan y llegan lánguidos, fríos y helados. El campo está en calma, los gorriones, los picaflores y las turrichas saltan alegres de rama en rama por los chirimoyos, por los nogales y por los paucos; y Fredesbinda Gamonal Vargas a regañadientes recorre la empinada cuesta maldiciendo la hora de haberlo aceptado al Aníbal Mondragón como esposo sempiterno, Y el día de haberse robado con él, sin sospechar que iba a ser un hombre tan machista, dominante, incomprensivo, inhumano y perverso.
       Así a solas, hablateando y hablateando pretendía desahogar su lacerante pesar; deplorando tantas veces haber dejado sus estudios de educación secundaria inconclusos, al haberse retirado del colegio faltando tres meses para concluir el quinto año; una noche cuando sus padres se fueron a disfrutar de las vísperas de la celebración de la fiesta patronal de la provincia, donde espectarían un vistoso castillo de veinte cuerpos, ruedas, combates y otros juegos artificiales, que los entusiastas devotos le ofrecían a la venerada imagen; a la cual ellos nunca faltaban. Ella aprovechó esa oportunidad y la oscuridad de la noche para robarse sin importarle siquiera la densidad de la neblina y la espesura de la oscuridad, fenómenos que al cielo lo habían puesto tan negro y compacto que dificultó el tránsito nocturno, por donde ellos a tientas tuvieron que caminar esa agreste geografía.

      Así estuvo esa noche que se robó. Pero cuando uno está enamorado no hay obstáculos ni barreras que impidan. A sobresaltos y tropezones  llegaron la casa de sus suegros; aunque ella en el transcurso iba  tímida y nerviosa porque pensaba ser vista por algún vecino que acostumbraba andar por allí a esa hora; que bien podría ser don Alberto Milián o don Chocho Eusebio, quienes siempre trasnochaban o madrugaban por los caminos en pos de sus ganados, y ellos eran personas que nunca se callaban de lo que veían; por eso, cada vez que los relámpagos irradiaban el camino, ella se metía debajo del poncho Robachina de Aníbal Mondragón  para evitar ser reconocida por alguno de ellos...
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